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Trabajar cansa
Columna
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Descalificada por ser persona

Emprendo una campaña para erigir un monumento a la estupidez humana. Representaría a los jueces del maratón de los Juegos Paralímpicos, deliberando si una mujer ciega que lleva tres horas corriendo la maratón debe ser eliminada

Elena Congost
Elena Congost con su guía, en la llegada a la meta en el maratón de los Juegos Paralímpicos de París, el 8 de septiembre.Thibault Camus (AP)
Íñigo Domínguez

Emprendo desde aquí una campaña para erigir un monumento a la estupidez humana, en su variante de burócratas sin escrúpulos. La podríamos poner en una rotonda bien grande. Representaría a los jueces del maratón femenino de los Juegos Paralímpicos de París, en el trance de deliberar si una mujer ciega que lleva tres horas corriendo el maratón, junto a otro señor que le hace de guía, ambos agarrados a un cordoncito, debe ser eliminada. Ha ganado la medalla de bronce, pero parece haber soltado la cuerdita durante un nanosegundo (o por ahí) y eso está prohibido. Lo hizo para ayudar a su guía, porque el hombre no podía con su alma y casi se cae a dos metros de la meta. En las imágenes no se aprecia, pero si uno lo pone a cámara lenta sí: ¡llega a soltar el cordoncito! Ese momento en que los pillan y los descalifican con gesto severo es el que debería representar nuestro monumento, con una oquedad en las cabezas de estos individuos. Esta atleta era la española Elena Congost, de 36 años, y su guía, Mia Carol, de 57, y les pasó el 8 de septiembre. Las imágenes son dramáticas.

Ha habido otros ejemplos de necedad olímpica, quizá debería introducirse como nueva disciplina deportiva. El piragüista italiano Giacomo Perini, al que amputaron una pierna con 18 años, quedó tercero en los 2.000 metros, pero al llegar descubrieron que tenía el móvil en la bolsa donde llevaba el agua. Está prohibido llevar aparatos electrónicos, aunque quedó demostrado que no lo había usado y se le había olvidado allí. Nada, eliminado. Lo pillaron, por cierto, por un australiano que quedó cuarto, lo vio y presentó recurso para llevarse su medalla (también de nota). El nadador chileno Vicente Almonacid, que perdió un brazo por un tumor, y que además competía con cáncer, fue eliminado de los 100 metros mariposa, donde quedó sexto —perdió el diploma olímpico—, porque en una de las patadas en el agua había movido una pierna con una ondulación no reglamentaria. Fuera. A ver si aprende para la próxima, qué es eso de hacer ondulaciones no reglamentarias, aunque tengas un solo brazo.

Ya, ya sé, las reglas son las reglas, qué mundo sería este si hiciéramos excepciones. Pues no es verdad, sería un mundo mucho más sensato y agradable. A mí todo este despliegue de mezquindad y seres obtusos me parece una cosa nazi, de putear aún más a personas que ya es una heroicidad que estén ahí. Porque en ninguno de estos casos tiene sentido la aplicación estricta de la regla ni se perjudica a nadie, pero late la severa pulsión de demostrar que no se hacen excepciones por mucho que estas personas tengan una discapacidad, no sea que parezca que no les tratan como a los demás. Están atrapados en un disparate. Es absurda esa falta de humanidad, no considerar precisamente ese contexto, en aras de la competitividad extrema, la superación, cumplir los sueños, la mejor versión de ti mismo y toda esta turra de ensimismamiento personal y obsesión por el éxito. Estas historias tienen en común a personas excepcionales, con vivencias terribles, que se dejan la vida por hacer un deporte en condiciones mucho más difíciles que los demás y que al final se topan con individuos sin alma, aferrados a sus reglamentos. Elena Congost lo resumió perfectamente: “Me han descalificado por ser persona”. Porque de estos atletas ciegos, sordos, mutilados, que logran estas proezas sobrehumanas, se espera que además no sean humanos. Mensaje de escarmiento para los niños que lo ven en la tele: cumple las puñeteras reglas, gana a todos y olvídate de los demás. Sé la peor versión de ti mismo. Ser persona es mucho más difícil, no dan medallas por eso.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.
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