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LA CASA DE ENFRENTE
Columna
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Duelo por la muerte de un pez

A muchos el duelo les parece demasiado grande también para un despido, una mudanza, un amor adolescente, un gato...

Duelos
Imagen de archivo de un pez dorado en un acuario.EnkiPhoto (Getty Images)
Nuria Labari

A mí no me gustan los acuarios ni los animales encerrados, pero en algún momento caí en la tentación de cumplir el deseo de mi hija y le compré un goldfish cabeza de león. Ella quería cuidar de su pez, darle el mejor acuario, el agua más limpia, ser su amiga. No quiero que mi hija imagine al amor como una forma de encierro y cuidados, pero tras meses de súplica, accedí. A ella le pareció el mejor día de su vida. Esta semana, mientras Buggi agonizaba yo leía Biografía de X, de Catherine Lacey, donde la protagonista se hace la siguiente pregunta: “¿Es posible que lo mejor que le puede llegar a pasar a una persona sea también lo peor?”.

Mi hija estaba de campamento cuando el animal empezó a morir. El día de su regreso, amaneció nadando panza arriba, así que ella iba a encontrarlo agonizando y lo peor empezaría a pasarnos sin remedio. Deseé que Buggi muriera. Si tenía esa suerte entonces podría cambiarlo por otro igual y ella no notaría la diferencia. Podríamos seguir viviendo en lo mejor. Pero las branquias de Buggi aún se movían.

“Es difícil que sobreviva pero no imposible”, dijo el dueño de Vida Marina, la tienda de Chamberí donde criar peces es una religión. “¿Pero qué hago? ¿Me llevo otro o espero?”. “Es una decisión muy difícil”, sentenció mientras me cobraba la comida que devoran los guppys. Esos peces, a los que mi hija nunca ha prestado atención, se reproducen sin cesar y parecen eternos. Es imposible distinguir unos de otros. En cambio Buggi era irrepetible.

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Pregunté qué hacer a personas que considero inteligentes y juiciosas y todas se rieron de mí. El duelo por un pez parece un chiste, porque la palabra dolor parece demasiado grande para una vida insignificante. A muchos el duelo les parece también demasiado grande para un despido, una mudanza, un amor adolescente, un gato… Hay que reservar espacio para dolerse únicamente de los grandes amores. Pero entonces, antes de aprender a dolerse, habría que aprender a querer.

Decidí acompañar a Buggi hasta el final. Para que él fuera insignificante yo tendría que dejar de ser humana. Pero dada mi naturaleza resulta que todo lo que hago en mi vida es simbólico. Todo tiene un significado irrenunciable. Si tiro a un pez por un váter tiene un significado. Si elijo que viva en un acuario tiene un significado, si lo acompaño hasta el final, otro. Comprar a Buggi fue un acto inhumano, porque pensé que no significaría nada. Me convencí de que era solo un pez. Y pudo haberlo sido, de no ser por el amor de mi hija.

Ella le dijo adiós por la noche y Buggi murió por la mañana. Pensé que estaba todo hecho cuando mi hija me interrumpió en mitad de una reunión de trabajo. Tenía una cuchara en la mano. “Voy a cavar su tumba”, anunció. Iba a enterrarlo en la maceta del Ave del Paraíso, que no termina de dar flores pero ocupa el centro del salón. Y así, con la reunión de fondo a bajo volumen, asistí al sepelio. Y arrodillada frente a la maceta, sentí lo lejos que estoy de mi humanidad los días normales, los días en que no abandono una reunión para asistir al entierro de un pez. En todo objeto de amor hay siempre un desconsuelo y por tanto una necesidad de consolar. Por eso todos los días, en el momento más insignificante, un acto de amor puede recordarnos quienes somos. Y quienes dejamos de ser.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.
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