‘Los Bridgerton’ o la comunidad de los pechos perfectos
Lo mejor de esta serie es la ironía que despliega sobre el ideal romántico antes de poner una bomba en sus entrañas


Sucedió en Dublín. Un periodista intentó elogiar a la actriz Nicola Coughlan por su interpretación de Penelope Featherington en la tercera temporada de la serie Los Bridgerton. “Eres muy valiente”, le dijo. Quien no haya visto la serie podría pensar que la actriz tuvo que enfrentarse a trepidantes escenas de acción, que nadó entre tiburones o afrontó un reto físico importante. Nada de eso. El único (y grave) peligro que corre Penelope Featherington es el de no ser delgada. “Es difícil”, respondió Coughlan al comentario gordófobo del periodista. “Porque creo que las mujeres con mi tipo de cuerpo, mujeres con pechos perfectos, no llegamos a vernos lo suficiente en la pantalla”.
Lo de los pechos perfectos lo dijo Coughlan porque en el esperadísimo y recién estrenado capítulo cinco de la tercera temporada la hemos visto desnuda. Antes de acostarse con su amado Colin Bridgerton (Luke Newton), Penelope Featherington (Nicola Coughlan) se quita la ropa en una escena que fue idea y elección de la actriz, quien la ha definido como “el mayor jódete a toda la conversación en torno a mi cuerpo”. La serie, basada en las novelas de Julia Quinn, se ha convertido en un fenómeno de masas —ha sido la más vista de Netflix en cualquier idioma— y es, aparentemente, un culebrón que reivindica el ideal romántico machista y clasista de toda la vida. Por ejemplo, en la escena de los pechos perfectos la joven Penelope pide instrucciones sexuales al joven Colin. “Dime qué debo hacer”. Ella no conoce nada del sexo, él lo sabe todo. Parece la historia de siempre, pero hay cambios sutiles. Por ejemplo, antes de tocarla él le pide permiso y solo cuando ella consiente él empieza a masturbarla: la penetración no parece ser el objetivo del varón. “¿Por qué has parado?”, pregunta ella. “¿Estás lista?”, quiere saber él. “¿Hay más?”, responde la joven virgen, canónicamente ignorante. “Puede doler”, anuncia Colin. “No puedo evitarlo, lo juro. Pero solo será esta primera vez”.
La escena es la de siempre y, sin embargo, no la habíamos visto nunca. Quienes crecimos leyendo las aventuras de Julian Sorel (Rojo y negro, de Stendhal) y el joven Heathcliff (Cumbres borrascosas, de Emily Brontë) aprendimos que el ideal romántico, igual que la educación, es capaz de superar las diferencias sociales. Lo que el canon nunca prometió es que el amor pudiera superar el estigma social que castiga los cuerpos de los amantes, especialmente de las amantes.
Empecé a ver Los Bridgerton tratando de descifrar el éxito de un culebrón machista entre las jóvenes modernas de todo el mundo. Y descubrí que lo estimulante no es solo su lujosa estética, los violines a ritmo de Billie Eilish o su diversidad racial. Lo mejor es la ironía que despliega para representar el ideal romántico antes de colocar una bomba en sus entrañas. En la tercera temporada esa bomba se llama Nicola Coughlan. Por eso cuando Penelope alcanza el orgasmo mientras se lo monta con Colin en un carruaje y los violines rasgan Give Me Everything, de Pitbull, la audiencia siente que los cuerpos normativos ya no son los más excitantes y estalla de placer. Creímos que había que cambiar el relato, pero de nada sirve eso sin cambiar antes los cuerpos.
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