Qué ganas tengo de que acabe la guerra cultural
Todo es, aparentemente, motivo de conflicto y la indiferencia no es una opción. Porque es la diferencia lo que se trabaja, a base de sentirse ofendido


He pensado muchas veces estos años en una frase de Tocqueville: “La gente teme más al aislamiento que al error”. Es decir, que por miedo a que te miren mal o los tuyos te hagan el vacío, prefieres callarte y secundar silenciosamente algo con lo que no estás de acuerdo. Llevamos tiempo así, disentir puede conllevar ser acusado de traidor, y se exige alinearse con un bando en cada minúscula discusión cotidiana. Todo bastante irreal, porque en privado las cosas siguen funcionando, por suerte, de otra manera. La gente luego en las cenas reconoce cosas. “En privado” es la parte clave de la frase anterior, en público todo se desmadra.
No sé cómo alguien de derechas va a ser capaz, tal como está el patio, de quitarle hierro a todo el lío de la amnistía, ni cómo alguien de izquierdas va a decir que le parece una vergüenza (aunque de esto hay bastante más), o hablando ya de cosas serias, que la canción esa de Benidorm le parece una chorrada. Sobre todo, después de que el presidente del Gobierno diga que a quien no le guste es porque prefiere el Cara al sol. Las etiquetas ya se pegan en los rincones más insospechados, está toda la realidad empapelada, de una banal canción pop a grandes problemas (Feijóo hablando de un Gobierno “urbanita” enemigo de lo “rural”).
Se trazan límites infranqueables, se reduce al adversario a caricatura, y por eso se agradecen quienes se mueven entre líneas o pasan de ellas. Esta llamada a filas permanente de cada bando ocurre en política, por interés electoral, y en todo lo que tiene un interés comercial ―música, cine, series, novelas―. Es puro marketing, que nace en redes sociales, la verdadera maquinaria demoscópica actual, que los medios siguen como si fuera la voz de la calle. Yo ya pierdo la cuenta de los asuntos que a diario exigen una opinión, del cartel del Jesucristo hípster de la Semana Santa de Sevilla (el próximo será ya en bolas, no sé por qué nos estamos cortando) a la nueva temporada de True Detective. Todo es, aparentemente, motivo de guerra y la indiferencia no es una opción. Porque es la diferencia lo que se trabaja, a base de sentirse ofendido.
Sí, también hay eso tan antiguo de epatar a la burguesía (Unamuno decía “dejar turulato al hortera”) y mira que ha llovido desde que creíamos ser por fin modernos. De pequeño, cuando Alaska salía en la tele, nos llamábamos para ir corriendo a verla, era como un marciano en la España ochentera. Pero es que han pasado 40 años. Ya diagnosticó Umberto Eco en los sesenta cómo la cultura de masas intenta conectar con el gusto medio evitando la originalidad, es decir, siendo previsible. Y vaya si lo es.
Yo tengo un truco para momentos de saturación: me pongo Saber y ganar, concursos así, por ver gente anónima, que me da confianza en las personas. Ves gente simpática, como la que conocemos todos, con un poco de cultura, educada, que sabe perder y ganar y se va con una sonrisa. Juego a adivinar a quién votará cada concursante, y es imposible, y además da igual. Porque no te los imaginas rasgándose las vestiduras, ni insultando, porque, creo yo, el español tiene una gran tolerancia de fondo a que cada uno haga lo que le dé la gana y un sentido común genérico que le quita importancia a las cosas de los políticos y de la tele.
Y ahora, si me disculpan, les dejo. Ya lo sabrán, hay excolumnistas que no podían más y lo han desvelado: tenemos en la Redacción, como cada mes, la castración ritual de un redactor ―han empezado por los becarios―, organizada por tiránicas feministas que nos dominan y además te dan collejas cuando pasan. Qué ganas tengo de que acabe la guerra cultural, así no se puede trabajar.
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