Una mera cuestión semántica
El significado de las palabras no se puede presentar como un asunto menor que se comunica con indiferencia
Las negociaciones políticas dejan a veces algunos detalles por resolver. En esos casos, a menudo aparece alguien que dice “el acuerdo está hecho, solamente faltan algunas cuestiones semánticas”, o “quedan unos flecos semánticos”, o “únicamente hay divergencias semánticas”. O tal vez los periodistas cuenten luego que los negociadores “se han enredado en cuestiones semánticas” y por eso no rematan el pacto. El término se suele pronunciar con el desdén que merecería un asunto secundario, como si la semántica no constituyera precisamente la base del lenguaje, y por tanto lo más crucial de un acuerdo.
La palabra “semántica” equivale a “estudio de los significados” (“se dedica a la semántica para mirar dentro de las palabras”); y también a “significado de una unidad lingüística” (“la semántica de esta palabra ha evolucionado”). Asimismo, sirve como adjetivo que designa algo concerniente a los significados (“tenemos un debate semántico sobre esa palabra”; es decir, estamos hablando sobre lo que se expresa con ella). El término procede del griego semantikós, que parte a su vez de sema (signo) y quiere decir “que significa”, “significativo”.
Este vocablo se ha rodeado de algunos familiares, como “semiología” y “semiótica” (ambas equivalentes con el sentido de “estudio de los signos de la vida social”). Y también… ¡“semáforo”!, voz que nos muestra asimismo elementos descifrables: sema (“signo” o “señal”) y phoros (“que lleva”). Así, el semáforo es algo que lleva una señal.
A partir de ahí, podemos analizar algunos cambios semánticos de las palabras: sus alteraciones de significado a lo largo de la historia. Por ejemplo, el término “pantalla” nombraba en el primer diccionario académico (1737) la lámina situada “en la vara de los velones o candeleros” que se pone delante de la luz para que “haga sombra y no ofenda la vista”. De las pantallas de las velas se pasó, siempre bajo el influjo de una luz, a las pantallas de las bombillas, y luego a las grandes pantallas de cine, y más tarde a la pequeña pantalla, y después a las pantallas de los ordenadores y ahora de los teléfonos. La reducción de tamaño denotada en estos últimos pasos mantiene el significante pero altera el significado.
Así pues, la semántica no es asunto menor. Trata nada menos que del sentido que muestran las palabras para una comunidad en cada contexto determinado. Por tanto, si alguien se topa con problemas semánticos en su negociación, difícilmente se pondrá de acuerdo ahí con la otra parte. Y tal circunstancia no se puede presentar como una pejiguería que se comunica con indiferencia.
Un día, tu pareja dice: “Cuando vayas al Ikea, trae dos sillas como las que compramos hace un año, que nos van a hacer falta para la comida de Navidad”. Pero tú, en vez de dos sillas, llevas dos lámparas. Y ante la justa regañina que te cae, vas y respondes: “Bueno, no hay que ponerse así. Ha sido una simple cuestión semántica”. Si alguien cree que “silla” equivale a “soporte para una o varias luces” y que por tanto no significa “asiento para una persona, con respaldo y de cuatro patas, menos cómodo que el sillón”, la comprensión mutua derivará en imposible.
Por tanto, cuando se informa de que a un pacto le faltan ciertas cuestiones semánticas se está diciendo que las partes discrepan acerca de lo que expresan algunas palabras, y no sobre la forma o el estilo.
Si los negociadores se dan cuenta antes de firmarlo, tiene arreglo. En caso contrario, la semántica preparará su venganza por haber sido menospreciada.
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