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ensayo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Todos nos construimos a través de la narración y, en cierta medida, nos ‘ficcionamos’

Confío en el poder y la responsabilidad de contarnos a nosotras mismas con nuestras propias palabras

Rosalía de Castro
Bea Crespo

Cuando estaba en el instituto empecé a escribir y recitar poesía. Me habría gustado ser una estrella del rock, pero cantaba fatal y no sabía tocar nada, así que formar parte de un colectivo literario bastante gamberro era la forma más rápida y económica de estar sobre un escenario. Entonces ocurrió: alguien tendió un lazo entre nosotras y Rosalía de Castro. Por aquel entonces yo no soportaba a Rosalía, referencia con la que somos comparadas todas las poetas gallegas te pongas como te pongas. Rosalía es un mito fundacional y yo estaba en la edad de despreciar toda herencia. Me justificaba diciendo que sus poemas no me representaban, que no me gustaba esa imagen suya de persona triste (yo quería ser una poeta alegre) y que su biografía era tan solo una lista de fechas sin contenido. Le faltaba anécdota, que es lo que convierte las vidas en historias y hace que puedas ver a la persona. Durante años, la leí por obligación y seguí defendiendo que no me interesaba con la misma pasión con la que amaba a las artistas que veneraba. Pero el destino castiga sin palo y sin piedra y un día sonó el teléfono: al otro lado de la línea alguien me ofrecía un dinero que yo necesitaba por escribir una biografía para público infantil sobre ella. Vale —me dije—, no pasa nada, todas tenemos un precio, voy a leerme todo lo que encuentre sobre Rosalía. Me inspiraré en eso y en la nómina, que es, desde tiempos inmemorables, una de las musas omnipresentes de la escritura. Y ocurrió que Rosalía y yo nos reconciliamos.

No hay demasiados datos realmente fiables sobre la vida de la poeta, pero los hay, y rascando de aquí y de allá conseguí convertirla en persona e incluso rescatar alguna anécdota curiosa. Sólo me fastidió, y mucho, confirmar aquello que ya me temía: la gente, especialmente la Gente que Sabe de Literatura, tiende a llenar los vacíos vitales de las poetas con datos que leen en su obra como quien ve el futuro en las vísceras de un cuervo. Me cabreé mucho, muchísimo, hasta el extremo de hacer volar algunos estudios serísimos por los aires y disfrutar de la visión de las tapas estrellándose contra la pared. Siempre me ha parecido un error —y un horror— que se intente ver en la obra de alguien su biografía, por lo menos si no hay un consentimiento expreso. A mí me pasa, y no soy una poeta del siglo XIX (quiero decir, que si quieres saber de mi vida puedes ir a mi Instagram y ver lo que cené ayer), entonces ¿qué necesidad hay de preguntarme si lo que cuentan mis poemas es real? ¿Lo disfrutas más si digo que sí?

Yo no escribo para eso. Lo hago para crear un espacio compartido en el que tal vez puedas verte si el poema te lleva a aquel sitio tuyo, íntimo, donde algo se te mueve por dentro, que no es el mismo lugar desde el que yo escribo, aunque ambos se conecten. La alquimia de la literatura es esa: siempre es verdad, aun cuando no siempre se corresponda la verdad con la totalidad de lo que llamamos realidad. Pero si una obra es capaz de transportarte lo hará a un sitio tan vivo que debería salir en los mapas. Y poco importa qué acontecimiento tiene Rosalía en mente cuando escribe Negra sombra, si lloraba o estaba contentísima. Supo escribir sobre el dolor y con eso debe bastarnos.

Aun así, ocurre muy a menudo que a las poetas se nos niega de antemano la posibilidad de la ficción. Se sobreentiende que la poesía es el género de la confesión, la autobiografía y el despilfarro del yo. Pocas veces les ocurre esto a las novelistas, de quien nadie espera que se ajusten a la vivencia. Pues mira, no hay más ni menos verdad en un poema, en las novelas de Patricia Highsmith o en el relato de tu primer día de instituto. Todas las personas nos construimos a través de la narración y, en cierta medida, nos ficcionamos. Lo hacemos durante toda la vida y es posible que alguien siga haciéndolo cuando hayamos desaparecido. Con este gesto capturamos una parte de la realidad ante la imposibilidad de tomarla toda. Y además elegimos la que mejor nos funciona.

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Nuestros recuerdos, por ejemplo, lo son porque los hemos contado. Nuestra historia familiar y de grupo se crea en la misma medida en que la transmitimos. Es a través de ese uso literario del lenguaje que existen. Y si por si acaso alguna vez, contando lo fantástica que fue tu excursión de fin de curso, te has emocionado al ver a tu auditorio atento y has exagerado un poco este momento o pasado de puntillas por aquel otro, no te amargues: lo que haces es emplear recursos literarios para interpretarte de acuerdo con quien quieres ser. Aunque es posible que a tu lado haya una colega que te diga: eso no fue así. No pasa nada, cada historia tiene su verdad.

Ahora te estás preguntando si tu vida misma es pura ilusión, una trama bien depurada a fuerza de repetirla, una mentira con buenas críticas de público. No te agobies. Un poco sí y un poco no. Narrarnos es una parte esencial de la existencia.

Imagina una barca flotando sobre el agua, cerca del puerto. Está amarrada al fondo por un cabo largo y grueso. En un extremo hay un ancla, clavada en el lecho marino, que la mantiene unida a él. La marea la mece, sin dejarla ir demasiado lejos, y su reflejo sobre la superficie del agua la acompaña en su movimiento. La creación literaria, el poema si quieres, es la barca. El largo cabo la narración, el trabajo del lenguaje. El suelo marino es la experiencia real que lo ha inspirado, pero no es importante, porque todo lo demás existiría igualmente. Como lectora, a veces el poema te funciona y estás dentro de la barca, puedes verte en el espejo del agua. Si lo necesitas, incluso puedes levantar el ancla y soltarla. Toda narración verdadera tiene esa relación distante y prescindible con la realidad.

Un día empecé a sospechar que las cosas que escribía, de alguna manera, acababan ocurriendo. Le decía a la gente: “Ten cuidado. Todo lo que escribo se convierte en realidad”. Era una amenaza entre risas, pero por si acaso, me volví más cautelosa con el boli. Después me lo tatué en un brazo. Lo hice porque confío en el poder y la responsabilidad de contarnos a nosotras mismas con nuestras propias palabras. De construir nuestro futuro haciendo realidad lo que queremos contar.

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