Tolerancia 0-Racismo 1. Por qué frente a la discriminación no valen medias tintas
El trato discriminatorio es inaceptable jurídica y políticamente y debe ser combatido, también en el deporte, desde la igualdad
Ante el insoportable incremento de asesinatos de mujeres por violencia machista en las últimas semanas, se ha vuelto a responder con la utilización masiva del mantra “tolerancia cero”. Pero, frente a intolerantes como los negacionistas de esa violencia, los del cambio climático, los que ningunean el incremento del racismo y de la xenofobia, los propagadores del bulo de la invasión masiva de inmigrantes y tutti quanti, no sirve recurrir al debate que enunciara canónicamente Popper sobre la “tolerancia con los intolerantes”. La cuestión me parece otra. Y es que la expresión tolerancia cero desnuda, a mi juicio, el error del recurso “tolerancia” en las políticas públicas, tan socorridamente tópico como estéril.
Tomemos, por ejemplo, el caso de la lucha contra el racismo, un argumento que ganó titulares con motivo del vergonzoso episodio sufrido por una estrella del fútbol, Vinicius, durante un partido de liga el pasado 21 de mayo, en un partido en Valencia entre el equipo de la ciudad y el Real Madrid. El debate, como suele suceder, se agotó casi tan pronto como terminó el campeonato. Y más allá de la polémica acerca de la proclividad hacia actos racistas por parte de grupos de hinchas de ese deporte, o de las disquisiciones centradas en las estadísticas de esos actos por países, regiones, o actividades deportivas (fútbol frente a rugby, por ejemplo), lo cierto es que el racismo sigue presente y se incrementan sus manifestaciones, no solo cotidianas, sino incluso institucionales. Aunque las más de las veces parezcan invisibles, las sufren en toda Europa, también aquí, en España, las personas pertenecientes a grupos racializados, de los gitanos a los inmigrantes afrodescendientes o latinoamericanos. Así lo acreditan los informes de los diferentes observatorios sobre racismo y xenofobia, y de acreditadas ONG, como CEAR o SOS Racismo.
El problema es la existencia de un racismo sistémico, y no solo en EE UU, donde adquiere el carácter de pecado original, presente entre sus padres constituyentes. Como ya advirtieran Michel Foucault y, en otro sentido, Tzvetan Todorov, el racismo se encuentra arraigado en el entramado cultural institucional sobre el que se construyen nuestras sociedades. Lo que sucede es que, como señalara el autor de Vigilar y castigar, la transformación ilustrada de las categorías jurídicas y políticas que encarna tan bien Cesare de Beccaria sustituye el castigo, el apartamiento público del extraño o del criminal (que tantas veces es lo mismo entre nosotros), por la sanción privada, la separación menos visible, aunque no solo se concrete en los establecimientos penitenciarios sino en la práctica cotidiana de la discriminación justificada.
La pregunta que interesa es por qué no conseguimos erradicarlo, lo que nos lleva a la cuestión de los medios eficaces de lucha frente al racismo. Y es ahí donde a mi entender aparece el error tolerancia. Porque proclamar tolerancia cero frente al racismo supone admitir que es útil o incluso pertinente recurrir a la tolerancia en otros casos que tienen relevancia como políticas públicas. No es así o, al menos, no debería ser así hoy, en 2023, en sociedades que se pretenden estandartes del Estado de derecho y de las garantías de los derechos humanos; no lo es porque lo que fuera una enorme conquista propia del siglo XVIII, frente a las guerras de religión, es hoy un retroceso frente a la exigencia ineludible de igual garantía en el ejercicio de libertades y derechos. Por eso, nadie con sentido común puede sostener que el remedio frente a los asesinatos machistas o los comportamientos homófobos sea cultivar la tolerancia.
Pues bien, sucede lo mismo frente al racismo. Quien es posiblemente hoy el intelectual más reputado en los estudios sobre el racismo, Ibram X. Kendi (por ejemplo, en sus ensayos Marcados al nacer o Cómo ser antirracista), explica que, para cualquiera que defienda la democracia y los derechos, no basta con proclamarse no racista: hay que ser beligerantemente antirracista. Combatir el núcleo de la visión propia del racismo, que consiste en el perjuicio que pretende justificar una discriminación, cuando no un sistema de dominación basado en una jerarquización —una “teogonía social”, explicaba Pierre Bourdieu— que pretende que existen barreras intraspasables, tal y como simbolizaba la doctrina constitucional del separate but equal, heredera de la leyes Jim Crow y defendida por el propio Tribunal Supremo de EE UU en el caso Plessy contra Ferguson, en 1896, al sostener que la segregación racial, si era “proporcionada”, no violaba la XIII Enmienda de la Constitución que abolió la esclavitud.
Por eso, frente al racismo como manifestación de la discriminación, la primera respuesta debe ser la eficacia de los instrumentos jurídicos propios del Derecho antidiscriminatorio. La discriminación es inaceptable jurídica y políticamente y debe ser combatida desde la igualdad, no desde la tolerancia, porque es una cuestión sobre todo de violación del derecho a la igualdad. Hablo de instrumentos normativos que sirvan para prevenir, aislar y sancionar los comportamientos racistas, un cuerpo de derecho antidiscriminatorio, específicamente antirracista. Es decir, tiene que haber una agenda legislativa (y política, claro) que desarrolle las consecuencias de la consideración del racismo como conducta ilícita y permitan establecer responsabilidades, económicas e incluso penales (multas y, en función de la gravedad, privación de libertad). En la UE —en España: basta leer el artículo 510 del Código Penal— se ha avanzado notablemente en derecho antidiscriminatorio, pero no tanto en tomarlo en serio, es decir, en la vinculatoriedad —en la eficacia real— de esos instrumentos. Baste pensar en el caso del racismo en el deporte: por ejemplo, desde el año 2000 contamos con la Directiva 43/2000/EC, que en España se incorporó mediante la Ley 19/2007, a lo que habría que añadir lo dispuesto en la Ley 15/2022.
Pero, habida cuenta del carácter sistémico del racismo, es necesaria también, sí, una profunda batalla cultural para educar en el respeto a la igual libertad, que no en la tolerancia. Frente el racismo, proponer como remedio la educación en la tolerancia es como pretender curar el sarampión a base de tapar con típex las erupciones. A esos efectos, la primera tarea es desmontar los prejuicios como un objetivo que debe atravesar todas las etapas educativas. Y lo primero es el conocimiento sobre la diversidad. Un conocimiento multidisciplinar y transversal (desde la biología hasta la antropología, la sociología, o el derecho), y que no se limite a organizar un par de fiestas, de días de gastronomía y folclore, que están bien, pero que a la postre pueden contribuir a sostener el prejuicio del “mira… ¡qué curiosos son!”. Por eso, es imprescindible que además del conocimiento de la diversidad se una en todas las etapas educativas el imperativo de la igualdad de derechos, el respeto a la igualdad desde la diversidad. Y es que, hoy, dos siglos después y frente al racismo, cobra fuerza la advertencia de Goethe: no basta con educar en la tolerancia, porque tolerar es ofender.
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