Que tu cole denuncie a Tik Tok para pagarte el psicólogo
Ningún gobierno democrático ha sido capaz de regular o limitar el poder que las corporaciones que diseñan y comercializan estas redes ejercen sobre sus ciudadanos y sus niños
Hoy en día sabemos muchas cosas sobre las redes sociales. Sabemos, por ejemplo, que pueden alterar procesos electorales. Esto no lo digo yo sino los 725 millones de dólares que Meta ha acordado pagar para compensar a los usuarios de Facebook cuyos datos fueron filtrados a Cambridge Analytica. También sabemos que dañan la salud mental de los adolescentes. Una conclusión que de nuevo no es mía sino de los propios informes de Meta, entre otros. Cada vez más estudios evidencian que su uso está relacionado con el aumento de ideaciones suicidas entre los jóvenes y se ha demostrado su responsabilidad en la muerte de varios menores. Sabemos muchas cosas sobre las redes, pero hasta ahora no teníamos ni idea de qué hacer con todo eso que sabíamos. Ningún gobierno democrático ha sido capaz de regular o limitar el poder que las corporaciones que diseñan y comercializan estas redes ejercen sobre sus ciudadanos y sus niños. Hasta ahora.
Digo esto después de que las escuelas públicas de Seattle hayan demandado a varias plataformas digitales de una forma muy inteligente. Estas escuelas no denuncian a Tik Tok, Instagram, Facebook, Instagram, YouTube y Snapchat por dañar la salud mental de los niños (que también), sino porque el destrozo que han ocasionado sus productos en las mentes de sus estudiantes (déficit de atención, ansiedad, depresión, trastornos de alimentación) ha obligado a estos colegios a hacer una inversión específica para seguir formando con éxito a estos menores. Así, estos colegios han tenido que invertir mucho dinero en formación específica para el profesorado, contratación de psicólogos, actualización de libros de texto y demás costes atribuibles a la crisis de salud mental propiciada por las redes sociales. Y ahora, claro, exigen que los responsables aflojen la cartera. Una propuesta que además de pionera e inteligente es fácilmente replicable. Tanto que ya se han iniciado procesos similares en New Jersey, Florida, Pensilvania, Indiana o Arkansas. La pregunta es ¿a qué esperamos en Europa? Y más concretamente en España. Habrá quien diga que las redes solo son dañinas si el uso que se hace de ellas es abusivo, pero siendo que están diseñadas para provocar adicción en sus usuarios, hemos de asumir que entre los niños su mero uso conduce al abuso. Y una vez que las aulas se inundan de estudiantes que van “puestos de Tik Tok” o de “Instagram” hasta las cejas, con consumos diarios que superan las cuatro y cinco horas, sucede que faltan educadores y trabajadores sociales en los centros, además de psicólogos, que faltan en todas partes. Las autolesiones se multiplican, la ideación suicida asciende, los trastornos de conducta crecen y el insomnio provoca que no queden niños despiertos en las aulas. Mientras tanto, los menores dañados no tienen dinero para ir al psicólogo, la inmensa mayoría de las familias tampoco puede afrontar ese gasto y a los Estados les falta efectivo para financiar la crisis de salud mental que las tecnológicas están provocando. ¿La solución? Pedir a tu cole que denuncie a Tik Tok para pagar al psicólogo que tanta falta te hace.
Mientras tanto: basta de responsabilizar a los padres del uso que nuestros hijos hacen de la tecnología. O de exigirnos que monitoricemos el tiempo de uso adolescente con toda suerte de aplicaciones que atentan contra la más básica privacidad. Las redes tienen que ser seguras para los menores, igual que tienen que serlo las calles. No podemos seguir a nuestros hijos camino del instituto como no podemos rastrear todo su historial social. Las redes no son malas per se. Los dañinos son sus dueños que se niegan a verificar la edad de sus usuarios, por ejemplo. Así, los niños se saben bienvenidos desde la más tierna infancia en espacios sociales no aptos para menores, desde redes sociales hasta plataformas de porno duro o apps de citas. Solo tienen que cumplir una condición: mentir sobre su edad. Técnicamente sería posible verificarla —igual que se verifica la identidad en las aplicaciones bancarias, por ejemplo—, pero no se hace porque la vulnerabilidad de los menores resulta rentable. Ninguna red está dispuesta a perder millones de usuarios impulsivos, ociosos y fácilmente manipulables.
Es cierto que la explotación y el trabajo infantil no son nuevos en las sociedades posindustriales, pero las redes sociales están permitiendo que sea gratis. Así, la nueva jornada laboral de millones de niñas y niños consiste en no despegarse de una pantalla durante al menos cuatro horas al día, siete días de la semana, turnos de noche incluidos. Los niños ya no juegan, los niños facturan, que cantaría Shakira. Y si bien no hay modo de devolver las infancias perdidas, va siendo hora de que las tecnológicas devuelvan, como mínimo, el dinero que costará curarlos.
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