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Más allá de lo personal: historia y política del ‘calladita estás más guapa’

El síndrome de la impostora hace estragos entre nosotras. Pero no es un problema de inseguridad femenina, sino la herencia del sistemático arrinconamiento público

Laura Ferrero
Ideas 09/04/23
Eva Vázquez

Años atrás escribí un artículo sobre la precariedad y la falta de expectativas de mi generación, y me llamaron para comentarlo en la tertulia de uno de los programas de radio de mayor audiencia. Acepté ilusionada y, acto seguido, me comunicaron que mis compañeros de tertulia serían un politólogo y un psicólogo a los que no conocía. Colgué el teléfono con cierta incomodidad y a medida que pasaban los días me fue embargando la inquietud. ¿Qué iba a contar yo en un programa en directo?, ¿y si me equivocaba, me trababa, cometía un error imperdonable…? Además, ¿qué íbamos a comentar en concreto de mi artículo?, ¿y si no sabía la respuesta y se sucedían un reguero de balbuceos que ejemplificaban el fraude del propio artículo… y el mío propio? A los dos días llamé para inventarme una excusa cualquiera y, con pena —y culpa—, dije que no podría ir.

En No lo haré bien. Cómo aprendimos las mujeres a no confiar en nosotras mismas (Arpa), la periodista Emma Vallespinós cuenta que quien se siente una auténtica impostora nunca descansa, es como un drugstore abierto las 24 horas. A lo largo de este lúcido ensayo, con humor e ironía, parte del síndrome de la impostora para delimitar las consecuencias históricas del sistemático “calladita estás más guapa” y ahonda en el silenciamiento de la mujer en el espacio laboral y público. Descrito por primera vez en 1978 por las psicólogas clínicas estadounidenses Pauline Rose Clance y Suzanne Imes y bautizado en un inicio como fenómeno del impostor, los hombres tampoco se libran de él, pero es en las mujeres en las que hace estragos. Lo que en ellos puede ser rasgo de personalidad, en el caso de las mujeres tiene un componente estructural. Clance e Imes analizaron a 150 mujeres objetivamente talentosas y la inmensa mayoría había sentido a menudo esa sensación de no estar a la altura, de ser insuficiente, dando lugar a una disonancia cognitiva según la cual sus logros eran percibidos como menores, fruto de la fortuna y no de su talento. Opinaban que habían llegado hasta ahí porque eran majas, o porque tuvieron suerte, o porque sus empleadores sobreestimaron sus capacidades. Los errores eran siempre suyos; los logros, no tanto.

El síndrome de la impostora es una apisonadora que no funciona igual en todos los ámbitos. Es decir, es menos probable dudar de si la pasta te ha salido buena que de si lograrás dar una buena conferencia. Se juega casi siempre en el ámbito laboral, en la esfera pública. En 2011, cuando la escritora Ana María Matute recibió el Premio Cervantes, empezó su intervención confesando que preferiría escribir tres novelas y veinticinco cuentos, sin respiro, a tener que pronunciar un discurso. “No los menosprecio”, dijo, “los temo, y mi incapacidad para ellos quedará manifiesta enseguida. Sean benévolos”, pidió a los presentes. Me pregunto: ¿qué más tenía que demostrar Matute?, ¿se sentía también ella invitada, impostora? Algo parecido sentía esa otra grandísima escritora, Maya Angelou: “He escrito 11 libros, pero cada vez que publico uno pienso, oh, oh, ahora se darán cuenta. Los he engañado a todos y me van a descubrir”.

En ese sentirse inadecuadas influyen tantos factores que es imposible citarlos todos aquí: el mansplaining, la ausencia de referentes, esa educación basada en el pasar inadvertida, asfixiantes roles de género, pero también la condescendencia o el paternalismo hacia las mujeres con esos niña, chata, guapa que certifican que las mujeres siempre están creciendo, pero nunca se convierten en personas plenamente adultas. De manera que el problema real que aborda el agudísimo y oportuno libro de Vallespinós no es ya este síndrome que va camino de convertirse en un cliché, sino el caldo de cultivo que ha permitido y aún permite un clamoroso silenciamiento.

Que las mujeres nos sentimos “invitadas” al espacio público, un espacio que no hemos empezado a ocupar hasta ahora, es un hecho que no tiene que ver con una inseguridad personal —como yo había pensado hasta pocos años atrás—, sino con la conquista de un espacio que hasta ahora ha sido eminentemente masculino. Hasta hace bien poco no nos sorprendía encontrar mesas de expertos compuestas únicamente de hombres. De hecho, un popular blog lo demostraba con imágenes en una cuenta de Tumblr llamada Congrats, you have an all male panel! O su versión en español: No me digas: ¿otra vez solo había hombres expertos? Actualmente empieza a llamarnos la atención la ausencia de mujeres en determinados ámbitos y quizás sea esta una señal de que las cosas están cambiando. Sin embargo, Vallespinós cuenta que en el ámbito periodístico, por ejemplo, sigue costando más encontrar expertas que expertos. Por lo general, un hombre tiene menos remilgos en salir en directo a opinar en tanto que una mujer, si finalmente accede, lo hará si dispone de toda la información, si puede preparárselo, si…, y la lista puede ser larga. Aunque muchas de ellas terminan simplemente diciendo que no. Inventando una nueva excusa en una suerte de culpable y constante autosabotaje.

Leslie Jamison escribía recientemente un artículo en The New Yorker cuestionando la validez de este omnipresente síndrom. Traía a colación interesantes testimonios como el de Lisa Factora-Borchers, autora y activista filipina estadounidense, que le expuso lo siguiente en una conversación: “Cada vez que escuchaba a amigos blancos hablar sobre el síndrome del impostor, me preguntaba: ¿Cómo puedes pensar que eres un impostor cuando todos los moldes fueron hechos para ti? ¿Cuando ves reflejos de ti mismo en todas partes y versiones de cómo podría ser tu éxito?”. Jamison menciona que en Stop Telling Women They Have Imposter Syndrome (Dejad de decirle a las mujeres que tienen el síndrome de la impostora), publicado en Harvard Business Review en febrero de 2021, las autoras Ruchika Tulshyan y Jodi-Ann Burey argumentan que la etiqueta de síndrome de la impostora implica que las mujeres sufren una crisis de confianza en sí mismas y eso no hace hincapié en los obstáculos reales a que estas —especialmente las mujeres de color— se enfrentan en los distintos ámbitos profesionales. Se trata de una etiqueta que reformula la desigualdad sistémica en una patología individual. Afirman: “El síndrome de la impostora dirige nuestra visión hacia corregir a las mujeres en el trabajo en lugar de corregir los lugares donde trabajan las mujeres”.

A pesar de que surjan cuestionamientos sobre su existencia y validez, sobre si se trata de falsa humildad o de un problema de blancas —una afirmación un tanto reduccionista—, el logro de ensayos como el de Emma Vallespinós es poner sobre la mesa este tema para remarcar y recordar que esa inseguridad que sentimos muchas mujeres no es una tara que viene de serie, sino el resultado de un abrumador y sistemático ponernos en duda. El síndrome de la impostora existe y nos afecta, partamos entonces de su reconocimiento no para detenernos en la queja o el lamento, sino para darnos cuenta de su alcance y que eso permita volver la vista hacia esos entornos en los que hemos sido, hasta ahora, unas perfectas invitadas.

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