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Un asunto marginal
Columna
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La era de la melancolía

En los últimos 40 años, los salarios apenas han crecido. Durante los últimos 10, han bajado en términos relativos o absolutos

Ruhr-University Bochum
Una clase en la Universidad Ruhr de Bochum, en Alemania, en enero de 1978.Klaus Rose (picture alliance/Getty Images) (picture alliance via Getty Image)
Enric González

No tenemos, en general, una idea clara sobre el significado de la palabra “progreso”. Según el diccionario, se refiere a un avance o perfeccionamiento. Lo cual no nos sirve para aclarar un barullo semántico que se agrava día a día y deja en situación precaria derivados como “progresismo”.

El concepto del progreso humano surge con la modernidad, en el siglo XVIII. A lo largo del siglo XIX se conforman dos visiones fundamentales acerca del asunto. Marx o Hegel asocian el progreso al avance de la razón; los darwinistas del capitalismo, como Spencer, lo vinculan al desarrollo científico y económico. No hace falta decir cuál de las dos corrientes domina en la actualidad.

Hoy identificamos el progreso con el crecimiento del producto interior bruto, o sea, con la expansión de la economía. Y no solemos plantearnos la tradicional pregunta de Josep Pla: esto ¿quién lo paga? Una pregunta que conlleva otra: de todo esto, ¿cuánto me toca a mí? Ambas preguntas tienen respuestas descorazonadoras, salvo para los más ricos, ese 1% que acumula cada año mayor parte del pastel: ahora, en torno al 20%.

La edad dorada que solemos evocar, los 30 años gloriosos posteriores a la guerra, vinculados al keynesianismo y a un fuerte crecimiento económico repleto de ascensores sociales (como la generalización del acceso a los estudios superiores), supuso en realidad un giro hacia la razón. Cuesta imaginar el pesimismo vital de unas sociedades, en especial las europeas, que habían sufrido dos guerras devastadoras y estaban perdiendo sus imperios. El pesimismo condujo a la sensatez, a una distribución más razonable de las rentas y de las cargas fiscales, al cuestionamiento de las estructuras jerárquicas tradicionales.

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Eso se acabó con la Gran Restauración a partir de 1980. Durante los últimos 40 años, los salarios apenas han crecido. Durante los últimos 10, han bajado en términos relativos y, a veces, incluso absolutos. Hemos vuelto al capitalismo darwiniano.

La historia no es lineal. Pero al asociar la historia al progreso y el progreso a la ciencia, que, con sus avances y rectificaciones, sí tiende a la linealidad, suele sorprendernos que las cosas no discurran por el camino que suponíamos trazado. Seguimos atrapados en la doble obsesión del crecimiento económico y el desarrollo tecnológico (bajo mecanismos que favorecen sistemáticamente a los más ricos) mientras, con un cambio climático en puertas, nos invade una añoranza amarga. Ay, cuando los hijos sabían que vivirían mejor que sus padres. Ay, los Treinta Gloriosos. Qué hermoso episodio. Y qué breve.

Preferimos no ser conscientes de que, en ciertos casos, lo que más añoramos fue lo más duro de aquellos años. No duden de que por debajo del Brexit y la propaganda embustera de los antieuropeos discurría una nostalgia no tan vinculada a Churchill y a la victoria de 1945 como a las penurias de la posguerra, con su racionamiento y su declive, cuando el sentimiento de comunidad (las penurias compartidas) se impuso sobre el utilitarismo de la sociedad.

En 1987 Margaret Thatcher pronunció su famosa frase spenceriana (“¿Quién es la sociedad? ¡No existe tal cosa!”) y ya no quedó ni eso. Sólo una suma de individuos, de identidades. Y la melancolía que caracteriza el supuesto progreso de nuestra era.

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