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No digas “no llores” a alguien que sufre: cómo acompañar en el dolor

No hay que utilizar frases que transmitan la idea de que el sufrimiento del otro no es bien recibido. La doctora especialista en cuidados paliativos Kathryn Mannix dedica su nuevo libro a las palabras que importan en momentos delicados

Mujeres junto a una tumba en Pirgos Dirou, Grecia, durante 1962.
Mujeres junto a una tumba en Pirgos Dirou, Grecia, durante 1962.Constantine Manos ( Magnum Photos / ContactoPhoto) (Constantine Manos / Magnum Photo)

Encontrarnos con alguien que se siente superado por la angustia que lleva dentro puede resultar tan difícil que llega a ser desalentador. Es posible que esa persona haya accedido a hablar sobre sus problemas o incluso que nos haya pedido que hablemos con ella sobre el tema, pero resulta complicado saber cómo responder si la conversación se torna muy emotiva. Hay una preocupación por la posibilidad de causar daño, un temor de abrumar al otro, nervios por si entramos en áreas sobre las que no desea hablar e incluso miedo por la intensidad de las emociones en juego, tanto las suyas como nuestras.

“No llores” es una respuesta muy común al vernos frente a la angustia. Es bienintencionada. No implica un “haces mal en llorar”, sino más bien un “ojalá no tuvieras ese disgusto que te hace llorar”. Sugiere “quiero hacer que te sientas mejor” y es una señal de preocupación. El problema es que este deseo de que una persona angustiada sienta una menor desazón se traduce en el juicio de que sus emociones no son apropiadas. Nuestras exhortaciones a una persona angustiada para que se anime o nuestros intentos de cambiar de tema a otro más optimista no hacen sino trasladarle la idea de que su sufrimiento no es bien recibido.

El temor a empeorar la situación de alguien hunde sus raíces en la convicción de que “yo debería saber qué hacer”, pero ¿y si afrontamos esta conversación desde una perspectiva distinta? ¿Y si no nos presentamos como quien resuelve los problemas, sino como una persona que está preparada para compartir sus inseguridades y respaldar a ese otro en su angustia? Dejar un espacio para el sufrimiento y darle al otro la oportunidad de procesar su angustia es un importante elemento de apoyo y de comprensión. Para acompañar en el sufrimiento, es necesario que le concedamos al otro un espacio donde nadie juzgará ese sentimiento, nadie tratará de suprimirlo ni de minimizarlo. (…)

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Cuando alguien está sufriendo, sus pensamientos y emociones son solo suyos. En función de hasta qué punto estemos preparados para ver las cosas desde su perspectiva, a reconocer por lo que está pasando y a permitirnos sentir malestar en nombre del otro, nuestra respuesta será percibida como lástima, solidaridad o empatía. Es frecuente que no terminemos de diferenciar del todo entre estas respuestas (“ofrecer el hombro” podría ser una expresión hecha para cualquiera de las tres), pero las diferencias son importantes cuando estamos tratando de respaldar a una persona en un momento de angustia. La lástima percibe la perspectiva del otro y reconoce que su situación es desafortunada, pero no da el paso de provocar emociones personales en el observador. La lástima observa el sufrimiento sin entrar en él: la lástima va sobre mí, no sobre la persona que se encuentra en una situación difícil. (…)

La solidaridad va de los sentimientos del otro; es menos individualista que la lástima e incluye una clara preocupación por la angustia del otro, se identifica lo suficiente con el sufrimiento de alguien como para desear arreglarlo. Cuando nos ofrecemos por solidaridad, partimos de un punto que nos parece seguro, un lugar donde nos sentimos al mando. Por lo general, la solidaridad desea “enderezar” la situación, aunque —al menos en parte— sea para poder sentirnos mejor. La sola sugerencia de que su angustia se puede “arreglar” fácilmente significa que una respuesta compasiva puede devaluar el sufrimiento del otro. Si alguien que pasa por allí decide detenerse, esto podría venir provocado por la solidaridad, por ejemplo: “Ay, qué triste parece. Yo no querría estar sola si me encontrara así. Voy a ver si está bien y la ayudaré a sentirse mejor”. Los intentos de “mejorar las cosas” pueden adoptar la forma del ofrecimiento de una solución (“¿Por qué no haces…?”); de palabras tranquilizadoras (“Estoy segura de que todo saldrá bien”, “Los médicos serán capaces de solucionarlo”); de distracciones hacia otros temas de conversación e incluso de admiración (“Vaya, sí que eres valiente”). Lo peor de todo son esos intentos tan burdos de animar al otro, “quitarle las penas”, a menudo con frases del tipo “al menos” (“Al menos ya ha dejado de sufrir”). De primeras, tratar de aminorar la angustia que siente otra persona suena como algo bueno, pero los intentos de reducir las expresiones de su sufrimiento no resuelven sus dificultades. En cambio, estos esfuerzos tan bienintencionados por reducir su disgusto emocional simplemente le transmiten que ese momento y lugar no son adecuados para expresar sus emociones: la que se ve disminuida es la persona, no su angustia.

Las respuestas emocionales más profundas de la empatía y la compasión surgen cuando no solo estamos preparados para identificarnos con las emociones del otro, sino además para conectar con ellas hasta un punto en el cual nosotros también sentimos una emoción profunda. La empatía se centra por completo en la persona que sufre. Nuestro buen conocimiento de nosotros mismos se utiliza para poner nuestra experiencia e imaginación a su servicio. Una respuesta empática ofrece compañía en el lugar donde el otro sufre y estar preparados para contemplar, validar y acompañar su angustia. La empatía se identifica con el sufrimiento y reconoce que o bien no hay manera de arreglarlo, o bien que las soluciones le han de corresponder al que sufre. En lugar de centrarnos en “hacer algo”, la empatía se ofrece a permanecer con el otro en su sufrimiento. Es “sentir con” el otro.

Al ser conscientes de la perspectiva del que sufre, reconocer sus emociones y conectar con unos sentimientos similares en nuestro interior, nos permitimos el ser vulnerables. Nos movemos con el otro al ritmo de su música llena de dolor, nos dejamos llevar por él, reconocemos su vulnerabilidad y la correspondemos de manera recíproca. Quien presta apoyo con empatía se ha adentrado en la experiencia del sufridor lo mejor que puede y, en lugar de tratar de cambiar la experiencia, se limita a intentar acompañarla: ha pasado de observador a compañero.

La compasión es el brazo de intervención de la empatía. La compasión está basada en la empatía, pero va más lejos que esta y se une al baile del otro con la pretensión de apoyarlo en su búsqueda de su propio camino a través del sufrimiento. Una respuesta compasiva ante el duelo podría ser el reconocimiento de lo difíciles que pueden llegar a parecerte las tareas cotidianas de llevar una casa y, así, ofrecer una ayuda práctica con las comidas, la colada, sacar a pasear al perro o cuidar de los niños o los mayores; o reconocer la impredecibilidad de las emociones en el dolor y ofrecerse para estar pendiente del otro con regularidad, algo que este puede aceptar o rechazar conforme le apetezca; o preguntar cómo puedes ayudar a honrar y despedir a la persona fallecida. La compasión ofrece apoyo sin insistencia. La compasión sugiere: “Vas a encontrar el camino para salir de esto, y yo te voy a respaldar de la manera en que tú decidas que es la apropiada para ti”. Es “estar con”, no “hacer a”. La comprensión es expresar preocupación desde la puerta, mientras que la empatía entra en el lugar del sufrimiento para ofrecer allí su compañía. La compasión es la solidaridad que busca el bien del otro, por el otro.

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