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Iglesias evangélicas y derechas autoritarias: cuando John Wayne sustituyó a Jesús

La historia demuestra que el apoyo de los evangélicos a Trump no era una mera transacción, sino que responde a un ideal combativo que pone a la masculinidad blanca en cabeza. Su influencia no se limita a EE UU

Líderes evangélicos locales rezan por el expresidente de los Estados Unidos Donald Trump, en una misa celebrada en Miami, el 3 de enero de 2020.
Líderes evangélicos locales rezan por el expresidente de los Estados Unidos Donald Trump, en una misa celebrada en Miami, el 3 de enero de 2020.Scott McIntyre (The Washington Post/ Getty Images) (The Washington Post via Getty Im)

Solo unas semanas antes de las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016, los expertos políticos y los líderes religiosos se sentían confusos: ¿cómo era posible que los cristianos evangélicos traicionaran sus valores para apoyar a un hombre como Donald Trump? ¿Cómo era posible que la autoproclamada “mayoría moral” votara a un hombre divorciado dos veces que presumía de sus agresiones a mujeres, se burlaba de sus rivales, mentía con frenesí, disfrutaba siendo vulgar y se jactaba de su “virilidad” en la televisión nacional?

A lo mejor no era más que una relación con fines pragmáticos, aventuraron algunos. Al fin y al cabo, Trump había prometido “proteger el cristianismo” y dar prioridad a los intereses evangélicos. Pero la historia demuestra que el apoyo de los evangélicos a Trump no era una mera transacción. Durante el último medio siglo, los evangélicos blancos conservadores han defendido un ideal combativo de masculinidad y han instado a los hombres cristianos a defender con agresividad “la América cristiana”, un orden religioso y político que es patriarcal, jerárquico y, en el fondo, antidemocrático. El apoyo evangélico a Trump no supuso en absoluto traicionar estos valores, sino, al contrario, materializarlos.

Aunque a ellos les gusta afirmar que su fe se basa en la teología, el movimiento evangélico contemporáneo de Estados Unidos tiene tantas raíces en la identidad cultural como en la teología. Si el cristianismo evangélico se ha extendido tanto en Estados Unidos es, en gran parte, por la cultura que ha creado, la cultura que vende. Las editoriales evangélicas publican libros sobre el “estilo de vida cristiano” que se venden por millones, la radio y la televisión cristianas llegan a cientos de millones más de espectadores y las convenciones, redes y personas influyentes cristianas hacen de poderosos porteros en el mercado de consumo. Sus productos saltan las barreras confesionales y nacionales e inundan los mercados de Europa, África, Asia, Latinoamérica y Australia.

Dentro de esta cultura, los libros dirigidos al gran público que tratan sobre la “masculinidad cristiana” influyen en la imaginación y los ideales evangélicos desde hace mucho tiempo. Estos libros, que muchas veces no aluden a las enseñanzas bíblicas más que de pasada, se inspiran en los héroes de Hollywood, los míticos vaqueros y soldados, el William Wallace de Mel Gibson en Braveheart y el icónico actor John Wayne, cuyo heroísmo en la pantalla en el lejano Oeste, las arenas de Iwo Jima y los campos de batalla de Vietnam definió la masculinidad más intrépida para generaciones de estadounidenses. A un hombre de verdad no le daba miedo hacer lo que hiciera falta, utilizar la violencia cuando fuera necesario para garantizar el orden y la justicia. Así, los evangélicos sustituyeron al Jesús de los Evangelios por un Cristo guerrero y vengativo. Al pedir a sus seguidores que empuñaran la espada en lugar de llevar la cruz, cambiaron una fe que eleva a “los más pequeños” por otra que se aferra al poder, una fe en la que el fin justifica los medios.

La música popular, los libros y los sermones enseñaban a los hombres que Dios era un Dios guerrero y que ellos también tenían “una batalla que librar”. La batalla podía ser espiritual, pero también física: contra los comunistas en la Guerra Fría y, tras los atentados del 11 de septiembre, contra el islamismo radical. Pero también podía librarse dentro del propio país, con la movilización de los cristianos conservadores para luchar contra los enemigos internos: laicistas, liberales, feministas o demócratas.

La clave para mantener este activismo era avivar la sensación de asedio. Los predicadores como Jerry Falwell y Mark Driscoll empleaban un lenguaje militarista para advertir a sus feligreses sobre amenazas funestas; cuando provocaban miedo en sus seguidores, estaban reforzando su propio poder mediante las promesas de protección y la exigencia de lealtad absoluta. Las organizaciones políticas cristianas conservadoras recurrieron a tácticas similares y se dedicaron a avivar el miedo para recaudar fondos, movilizar a los votantes y justificar sus métodos agresivos.

Con el tiempo, la doctrina evangélica conservadora pasó a definirse por una nueva ortodoxia, más política que teológica. Los datos de las encuestas revelan los perfiles de esa ortodoxia: en Estados Unidos, los evangélicos blancos tienen más probabilidades que los miembros de otros grupos religiosos de apoyar la guerra preventiva, justificar la tortura, oponerse a la reforma de la inmigración, apoyar la construcción de un muro en la frontera y estar a favor de la pena de muerte; tienden más que otros estadounidenses a poseer armas de fuego, negar la relación entre el racismo y la violencia policial, rechazar los pactos políticos, preferir a gobernantes fuertes y solitarios y aprobar que se infrinjan las normas cuando lo consideran necesario. Y son mucho más propensos que otros grupos religiosos estadounidenses a mostrar tendencias autoritarias, a negar que existan maniobras para impedir el voto de determinados sectores y a creer que a Trump le robaron las elecciones de 2020.

El carácter antidemocrático del nacionalismo cristiano militante quedó en evidencia el 6 de enero de 2021. El día que los insurrectos irrumpieron en el Capitolio de Estados Unidos para intentar anular las elecciones presidenciales, los participantes llevaban cruces y pancartas en las que se leía “Jesús salva, Trump gobierna” y “Jesús es el rey, Trump es el presidente”; y un grupo de los Proud Boys se puso de rodillas para rezar. Aunque se puede afirmar que aquellos eran unos extremistas, varias encuestas recientes revelan que más de la cuarta parte (26%) de los protestantes evangélicos blancos creen que “es posible que los verdaderos patriotas estadounidenses tengan que recurrir a la violencia para salvar a nuestro país”. El ideal guerrero ha influido profundamente en el movimiento evangélico estadounidense, pero su influencia no se limita a Estados Unidos.

El 8 de enero de este año, numerosos partidarios del expresidente brasileño Jair Bolsonaro asaltaron el Tribunal Supremo, el Congreso y las dependencias presidenciales en Brasilia en un intento de anular el resultado electoral. El paralelismo con la insurrección estadounidense del 6 de enero quedó en evidencia en las tácticas de los alborotadores, pero también en la apelación de Bolsonaro al nacionalismo cristiano y en el apoyo que los evangélicos brasileños le han dado en sus intentos antidemocráticos de recuperar el poder. No es ninguna casualidad. Ya en el siglo XIX hubo evangélicos blancos y conservadores que fueron de Estados Unidos a Brasil como misioneros; y en décadas más recientes, la exportación de publicaciones y medios de comunicación evangélicos estadounidenses ha fomentado la creación de una derecha religiosa transnacional. Bolsonaro es católico, pero ha tenido el enorme talento político de tomar prestados métodos del manual de la derecha cristiana estadounidense para granjearse la lealtad de la población evangélica, cada vez más numerosa, de Brasil.

Para evitar la propagación del autoritarismo en todo el mundo en este momento histórico, es crucial comprender sus profundas raíces religiosas.

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