El salvaje Oeste
¿Qué tiene que ver el capitalismo del engaño con el de sus padres fundadores?


El año acaba con dos asuntos muy turbios: las irregularidades de la plataforma de criptomonedas FTX y la detención de su fundador, y la acusación de Bruselas al mayor banco alemán, el Deutsche Bank, y a la entidad holandesa Rabobank por infringir las leyes antimonopolio de la Unión Europea. Veneno para el sistema que confirma, otra vez, que el principal enemigo del capitalismo son los capitalistas. Los golfos apandadores del capitalismo, aquellos que intentan aparecer como los más fervorosos defensores del mismo, son los que mejor utilizan los intersticios para romper las reglas del juego. ¿Qué tiene que ver este capitalismo del engaño con el de sus padres fundadores, los moralistas Adam Smith, Benjamin Franklin o Max Weber?
Buena parte de los escándalos que salpican al sistema tienen que ver, de uno u otro modo, con los esquemas Ponzi, que tan bien aparecen retratados en la estupenda serie de televisión The Good Fight. Se trata de un tipo de estafa en forma de pirámide: se paga a los primeros inversores con el dinero de los siguientes que se van incorporando, y dura hasta que por alguna causa, generalmente exógena, dejan de entrar nuevos pardillos y la cadena se interrumpe. Probablemente el más espectacular esquema Ponzi es el que inventó el banquero Bernie Madoff, que estalló en 2008 (cuando el mundo permanecía en shock por la quiebra del cuarto banco de inversión americano, Lehman Brothers, que dio inicio a la Gran Recesión). Los clientes de Madoff, de todo el planeta, perdieron unos 65.000 millones de dólares y la estafa piramidal duró más de una década hasta que se descubrió el pastel.
La multiplicación de abusos no debiera hacer olvidar los nombres de quienes los cometieron. Tipos como Ivan Boesky (información privilegiada); Roberto Calvi, banquero del Vaticano al que se le encontró ahorcado en Londres, y que es recordado por Coppola en El Padrino; el socio de Calvi, Michele Sindona, que murió en una cárcel italiana. O los mandamases de Enron Jeff Skilling y Ken Lay, que hicieron de esa empresa, antes de caer estrepitosamente, la séptima compañía estadounidense por tamaño y que fue algún tiempo la mayor bancarrota de la historia de ese país, antes de ser superada por WorldCom. Enron fue la empresa más halagada por los medios de comunicación americanos, y ni los bancos de inversión que recomendaron comprar acciones hasta el día anterior a la catástrofe, ni las agencias de calificación de riesgo que valoraron esas acciones al nivel más alto (triple A), ni su compañía auditora, Arthur Andersen, que daba un informe limpio año tras año, ni los organismos reguladores del mercado de valores avisaron de la bomba que había en su interior. Krugman escribió que antes de que Enron se hundiese, la historia de la economía parecía tener más de comedia que de tragedia. Sí, mucha gente perdía dinero, “pero era debido a esa estupidez: compraban acciones porque creían en todas esas tonterías de la nueva economía. Ahora, la historia parece infinitamente más oscura. La gente no se engañó a sí misma; fue engañada”.
Con todo, los casos de empresas o bancos concretos practicando fraudes no han sido tan angustiosos como cuando los fondos de inversión americanos, verdadero corazón del sistema, fueron investigados por los organismos reguladores correspondientes y por la Fiscalía General de varios Estados americanos. Ello sucedió hace casi 20 años. El entonces fiscal general de Nueva York, Eliot Spitzer (que acabó mal), definió la industria de los fondos de inversión como “un pozo inmundo”. Cuando empresas como Enron o WorldCom o bancos como Lehman Brothers quiebran, los perjudicados son sus accionistas, sus trabajadores, sus jubilados, etcétera. Pero si un gran fondo de inversión entra en algún tipo de aprieto por un funcionamiento heterodoxo, afecta a millones de ciudadanos de todo del mundo, no solo americanos. Los gestores de los grandes fondos manejan más dinero que los presupuestos de muchos países del mundo.
Por todo ello, no se pueden aislar los excesos económicos de la agenda política que debe regularlos.
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