El alcohol, ese lubricante social que explica en parte el éxito de la civilización
Las bebidas alcohólicas tienen efectos tóxicos innegables, pero un libro reciente y varios investigadores destacan también su contribución a la socialización y avances de la humanidad
El chinchín se ha propagado eternamente por salones, bares y despachos. Liturgia familiar o comunitaria, el brindis se vuelve un indiscutible acto de unión. Un pequeño gesto que, si va acompañado de bebidas alcohólicas, conlleva peligros para la salud, pero también puede servir como eslabón para que se mantenga el engranaje social: ¿Son las bebidas alcohólicas un lubricante para las relaciones personales e incluso una pieza importante en la evolución, a pesar de sus efectos nocivos en el organismo?
La cuestión no es nueva. Ahora se ha retomado con la publicación del libro Borrachos. Cómo bebimos, bailamos y tropezamos en nuestro camino hacia la civilización (editorial Deusto), del filósofo Edward Slingerland, y con las conclusiones de algunos especialistas sobre sus secuelas físicas o psicológicas en comparación con otros males actuales, como la soledad o el sobrepeso. El alcohol, presente en múltiples ceremonias del día a día, permanece en el repertorio genético del ser humano porque, a pesar de sus percances, ha supuesto ciertos beneficios individuales y colectivos.
“Hemos estado produciendo y consumiendo desde hace al menos 13.000 años, y probablemente mucho más. La antigüedad y ubicuidad de este comportamiento sugiere que la historia estándar de que el alcohol es un error evolutivo tiene que estar equivocada”, apunta Slingerland por correo electrónico. Según él, se trata de la mejor droga que existe: es fácil de hacer, de dosificar, y sus efectos tienen una vida “media” en el cuerpo. “Sería genial que fuera menos adictiva y dañina”, aclara.
El alcohol, afirma Slingerland, se relaciona con una mejora en el pensamiento lateral, lo que activa nuestra creatividad, y es un facilitador de la sociabilidad: reduce las inhibiciones, aumenta elementos químicos de la felicidad, como la serotonina o las endorfinas, y nos hace menos propensos a mentir. Así se han logrado avances comunitarios: “Ha jugado un papel clave, junto con otras tecnologías culturales como la religión, para ayudar a los humanos a hacer la transición de sociedades pequeñas a grandes”, añade.
Por ejemplo, hipótesis como la de que en la antigüedad se optara por la cerveza antes que por el pan indicarían que ese deseo de analgesia llevó a los cazadores-recolectores a asentarse y empezar a cultivar. También hay pruebas de animales que comen frutas fermentadas para obtener una recompensa cerebral, aunque no se metaboliza de la misma manera ni responde a un acto compartido. “Somos la única especie que se emborracha de forma deliberada y a gran escala”, remarca el experto.
Ningún otro ser vivo, salvo los grandes simios africanos como el orangután y el gorila, tiene las dos enzimas que convierten el alcohol en azúcar (la ADH y la ALDH). Esa capacidad puede ser la causante de que estos monos sobrevivieran hace 10 millones de años, al bajar de los árboles: gracias a digerir sin obstáculos los alimentos podridos del suelo, con una graduación de hasta un 4% (como una cerveza). “Se extinguió el 90% de la población por una contracción dramática de bosques tropicales”, explica Robin Dunbar, antropólogo británico famoso por sus estudios en la evolución del cerebro y por sus cálculos sobre la cantidad de amigos que puede tener una persona.
Beber es una de las actividades de las que se encuentra evidencia en rituales grupales, ratifica Dunbar. Se conservan tinajas para preparar vino de hace 7.000 años. Y se sospecha que antes ya se preparaban licores, quizás en recipientes como cáscaras de huevo, que no han resistido. “Los tendrían que conservar en frascos, y eso no sucede hasta que se establecen en aldeas”, comenta Dunbar, científico de la Universidad de Oxford. No solo se inició así el camino hacia los destilados, sino que se engrasó la maquinaria social: “El alcohol ha sido valioso para nuestra supervivencia. Compartir una botella adquiere un papel notable en la humanidad”, defiende.
De hecho, la cita solitaria en torno a este elixir es muy reciente. Dunbar infiere que es culpa de la producción industrial y los precios baratos, pero sospecha que los ricos ya podrían pedir lotes y tomarlos por su cuenta. Slingerland, por su parte, advierte de que históricamente ha sido muy raro el acceso privado al alcohol: “Siempre se ha llevado a cabo en un contexto social. Ese control ayudaba a beber con seguridad”. Actualmente, prosigue, se puede entrar en una tienda y salir “con suficiente tequila para matar a un pequeño pueblo”: “En el mundo moderno, donde es sencillo llevárselo a casa, se ha vuelto mucho más peligroso”.
“Con tanta facilidad, es probable que se abuse”, opina Patrick E. McGovern, investigador de la Universidad de Pensilvania en Filadelfia (Estados Unidos), y detalla por mail cómo el alcohol ha sido la medicina universal durante milenios, antes de que apareciera la sintética. Autor de Descorchando el pasado, menciona los numerosos músicos, poetas y artistas inspirados por sus presuntas cualidades. Según dice, ha estimulado el comercio, el culto religioso o la innovación creativa, pero también “ha terminado en muertes trágicas y socavamiento de la cultura”.
La dosis decisiva
Al igual que Dunbar y Slingerland, McGovern hace hincapié en la importancia de la dosis. Las loas a estos brebajes se basan en su carácter asociativo, no en sus propiedades nutricionales. David Nutt, médico inglés y experto en psicofarmacología, lo resume así por teléfono: “En términos de salud, cuanto menos, mejor”. También desaconseja “totalmente” beber solo, pero abre la puerta a la socialización alrededor de un trago. Nutt comenta un estudio australiano en el que se dividía a los asistentes en grupos de tres y se comprobaba que aquellos que bebían alcohol sonreían más al mismo tiempo y fomentaban la charla.
“Mi postura es clara: como droga, no debe tomarse a la ligera”, adelanta Nutt, profesor del Imperial College de Londres, que enumera los daños cardiovasculares, los cánceres o la dependencia que provoca. La Organización Mundial de la Salud (OMS) cifra en tres millones las muertes derivadas de esta sustancia y su influencia en más de 200 enfermedades. Nutt sugiere que una ingesta leve es casi como ser abstemio. “Una unidad equivale a 10 mililitros de alcohol puro [como una caña]. Si tomas 14 unidades o menos a la semana, apenas crecen un 1% las probabilidades de padecer una dolencia”, ilustra.
Una investigación de The Lancet de 2018, realizada entre 1990 y 2016 en 195 países, estimaba que, si 100.000 personas de entre 15 y 95 años no bebían nada, 914 desarrollarían alguna de las enfermedades que se suelen atribuir al alcohol. Si bebieran una unidad al día, el número ascendería a 918. Un incremento minúsculo que Robin Dunbar compara con otro estudio del British Medical Journal de 2018. En él se comprobó que el riesgo de demencia en unos 9.000 participantes era prácticamente similar entre quienes no bebían nada y quienes bebían 14 o menos unidades de alcohol a la semana. Si esas dosis se superaban, eso sí, las posibilidades se duplicaban.
Todos subrayan los perjuicios y la incitación a su consumo en nuestro entorno. José Antonio Marina, filósofo y miembro del comité científico de la Fundación Alcohol y Sociedad, nota además un impulso del modo de beber nórdico (“colocarse muy rápido”) contra el hábito mediterráneo, más pausado. Ninguno es inocuo, alerta, pero “como todas las sustancias psicotrópicas, usadas sensatamente pueden producir satisfacciones no nocivas”. El catedrático avisa de la dificultad de moderación y reflexiona sobre la inmortalidad del brindis: “Acompaña a la humanidad desde su aparición. Es un universal cultural. No es previsible que vaya a desaparecer, sino al contrario. Y eso es un problema”.
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