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Trabajar en casa
Columna
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26 años solo en la selva: cómo vivir con una cierta sensación de amenaza

Una vez que te roza la muerte ya sabes que anda por ahí y es más difícil seguir con tus cosas como si nada

El hombre más solitario del mundo (en la foto, de 2011), que pasó la mitad de su vida completamente solo en la selva amazónica.
El hombre más solitario del mundo (en la foto, de 2011), que pasó la mitad de su vida completamente solo en la selva amazónica.National Indian Foundation
Íñigo Domínguez

Una de las novelas más locas jamás escritas contiene una de las más agudas y sentidas reflexiones sobre la muerte de toda la literatura. El libro es Tristram Shandy, de Laurence Sterne, que como sacerdote y con su conocimiento del alma humana logra poner en palabras tan complejos conceptos. El protagonista supera una grave enfermedad tras ver la muerte cara a cara. Un amigo le dice que se ha salvado de milagro, y él contesta: “Pero a este paso no es mucha la vida que me queda: esa hija de puta ya ha descubierto mi morada”. Sterne era un cura algo heterodoxo, además de protestante. Sí, la verdad, una vez que te roza la muerte ya sabes que anda por ahí y es más difícil seguir con tus cosas como si nada. En el libro el protagonista solo ve como opción salir por piernas y huir hasta que se pueda.

No sé si conocieron una noticia de hace dos semanas, la muerte de ese indígena de la Amazonia brasileña que llevaba 26 años viviendo solo en la selva. Los detalles eran conmovedores, si uno se ponía en su lugar, aunque es algo cada vez más difícil, pues se diría que el mundo gira alrededor de cada uno de nosotros. Pero hablamos de una persona excepcional. Era uno de esos nativos no contactados por la civilización, sobre todo después de un primer contacto inolvidable: sicarios de terratenientes asesinaron a toda su tribu en los años noventa y fue el único que se salvó. Desde entonces vagaba por ahí él solo, aunque unos funcionarios estatales lo vigilaban a distancia, respetando su deseo de no mantener más relaciones con tipos tan salvajes. A mí esto de que lo espiaran 26 años a escondidas, en una especie de show de Truman, aunque fuera por su bien, me turba profundamente. Caminando por la selva, tendría la sensación de que había alguien más ahí, de que un ser abstracto le observaba y de que quizá hubiera otro mundo más allá. Algo religioso, solo que en su caso sabemos que todo era cierto: éramos nosotros. Pobre hombre, ya ven qué plan, depender de nosotros.

No sé cómo puede sobreponerse alguien a la matanza de toda su familia y su comunidad, y seguir luego totalmente solo en el mundo, sin volver a ver a nadie. Pensaría que sería el último hombre sobre la tierra, y de ligar ni hablamos, olvídate. Qué idea se haría de lo que es la vida en este planeta, el sentido que tiene, si ni podía ir al cine para distraerse. Le llamaban el hombre del agujero porque en las chozas que construía, pues cambiaba mucho de casa, siempre de aquí para allá, había un profundo hoyo de un metro ochenta. No se sabe para qué era. Meterse bajo tierra un rato, en un mundo hostil, no deja de ser una opción razonable.

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No sé qué relación tendría con esa hija de puta, la muerte. Lo cierto es que un día intuyó que había llegado su hora, se tumbó en su hamaca y se puso a esperarla cubierto de plumas de guacamayo. Así lo encontraron. Esa forma elegante de despedirse tras una vida que, en fin, tuvo algunos inconvenientes, encierra una poesía instintiva y una forma de estar en el mundo del ser humano, pese a todas las adversidades, que es hermosa y emocionante. El hombre del agujero aguantó con lo que tenía y sin perder la compostura. Y nosotros, que lo vigilábamos como un ser superior y sabemos todo, no sabemos nada. Somos como él, también en pelotas en el mundo, quizá un poco más perdidos, seguramente más controlados, con menos recursos, más frágiles. Pero si nos recortan el gas, hay que bajar la calefacción y ducharse rápido, digo yo que ya nos las arreglaremos.


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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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