El ruido es la nueva banda sonora de tu vida
No es un efecto secundario, es un estado general
La sobrecarga de información convierte la que verdaderamente importa en un ruido inquietante. Cuando hay demasiadas señales, se avecina el colapso. Se suele pensar que el ruido tiene que ver con el correo basura, los molestos troles y la interminable avalancha de comentarios y “me gusta”. Pero hay demasiadas ocasiones en las que los correos importantes también se quedan sin leer. En esta frenética era digital, la clásica distinción de la ingeniería entre señal y ruido se está volviendo arbitraria. Los límites son fluidos, del mismo modo que vivimos la supuesta vida real como una interrupción de lo que nos llega a todas horas a través de las redes sociales. Los padres, los colegas y los amigos son ahora señal y ruido a la vez. La dialéctica de la atracción y la distracción sigue sin resolverse y se convierte en un círculo vicioso.
“Según la teoría de la comunicación, el ruido distorsiona el mensaje y ofusca su claridad”, dice la teórica del ruido Martina Raponi, que reside en Ámsterdam. “Sin embargo, esa interpretación del ruido confunde la idea fundamental de que el ruido es en sí mismo portador de información, y que contribuye a crear la señal a la que prestamos atención. Es decir, el ruido es una distracción necesaria en el proceso de extraer información”. Desde el punto de vista de los sentidos, Raponi indica que no podemos evitar fijarnos en él; “por muy débil o muy fuerte que sea. Una derivada es el gusano auditivo, la melodía pegadiza que se nos queda grabada en la cabeza y que nos persigue sin cesar después de haberla oído. La valencia emocional y afectiva del ruido o gusano auditivo es crucial para capturar la atención del oyente”.
Hace una década, Howard Rheingold propuso utilizar la “detección de basura” como técnica para remediar el “fracaso del filtro”, pero muy pocos comprendieron su importancia. Según el mercado liberal, esto no es más que el fruto de la rivalidad entre marcas que compiten por nuestra atención. Pero ahora sabemos que no es así. El agotamiento y la indiferencia son los que convierten las señales de la pantalla en ruido blanco. A medida que se desplaza la pantalla, los fragmentos de información empiezan a difuminarse. Entonces, levantamos la vista y dejamos el teléfono a un lado.
En esta época poscovid y con la guerra de Ucrania, la cuestión de las redes sociales ya no es un tema central. Los bulos ya no son noticias: simplemente están ahí. El ruido es el mensaje. Las técnicas subliminales alteran el estado mental de miles de millones de personas. Después de una década de estudios alternativos y una “crítica de internet” aún más marginal, de repente todos tenemos claro el diagnóstico. Las multitudes entienden por fin cómo funciona el capitalismo de las plataformas, pero no hacen nada al respecto. Esperar a Bruselas es el nuevo esperar a Godot. Como no va a haber unas leyes antimonopolio que desmantelen los monopolios tecnológicos, la censura política (a la manera de Rusia y China) parece la opción más fácil. Con las plataformas centralizadas como única opción, que cada uno aprenda por su cuenta parece la única salida. Cada usuario tendrá que resolver por sí mismo la cuestión del ruido, como investiga la filósofa holandesa Miriam Rasch en su último ensayo, Autonomie: een zelfhulpgids (autonomía, una guía de autoayuda). Rasch señala una paradoja: las empresas tecnológicas socavan nuestra autonomía, nuestra libertad de elección y nuestras posibilidades de actuación individuales, al mismo tiempo que alaban esos valores.
Ya sabemos lo que ocurre cuando se pide a los gigantes de las plataformas que nos proporcionen soluciones tecnológicas para los problemas de “adicción” que ellos mismos han creado deliberadamente. El ruido tecnosocial está en nuestra cabeza, en los dedos, controla los ojos y excita los nervios. Eliminar el ruido se considera un asunto personal, una responsabilidad moral que recae en el individuo, en el usuario, y que puede resolverse con meditación (Harari), con aplicaciones de desintoxicación digital, apagando las notificaciones o instaurando días sin móvil.
La noción original de la cibernética, formulada por Norbert Wiener en los primeros años cuarenta del siglo pasado, afirma que se puede predecir mejor el futuro si se elimina el ruido. En la ideología occidental “sin fricciones”, eso se plasma en el ideal de la optimización, el culto a la prolongación de la vida y a la compresión del tiempo para dar cabida a todas las experiencias posibles. En este contexto, el Otro se convierte en última instancia en ruido, un obstáculo que hay que eliminar después de haberlo consumido.
Aparte de un grupo de artistas del sonido electrónico que está envejeciendo a toda velocidad, ¿quién disfruta del ruido? Esta es una pregunta engañosa. El ruido está en todas partes e incluso se utiliza como recurso. La distracción no es el enemigo. Perder la concentración se considera, en general, como un alivio temporal, un gesto de protección y una huida justificada. Las informaciones falsas siguen reclamando nuestra atención, aunque solo sea durante una fracción de segundo. El ruido ya no es un subgénero cultural que nos despierta los sentidos. Es un estado general. Un ejemplo es el inversor indio Vibhu Vats, para quien el ruido es la norma: “A la naturaleza humana no le gusta el silencio. Eso está pensado para ascetas, santos y ermitaños. El ruido es la sal de la vida. Si se elimina, la vida sería sana pero aburrida. No despreciemos el ruido. Es mejor aceptarlo como un mal necesario y regular su consumo”.
Con Rasch llegamos a la conclusión de que asumir el ruido significa olvidar la identidad y la autenticidad, ponerse máscaras inconsecuentes. Rompe con la dócil mentalidad de “seguir” al rebaño de las redes, pero sigue viviendo a la altura de los valores de tus ídolos. Esto es de lo que escribe Mieke Gerritzen, otra escritora holandesa, en Help Your Self. The Rise of Self Design (ayúdate: el ascenso del autodiseño). Gerritzen es una diseñadora que está intentando hacerse un hueco personal en el océano de influencias de las redes sociales. Pero hay que recordar que solo la acción colectiva puede reclamar —y defender— la autonomía personal, concluye Rasch. Así que, al estilo franco y directo de los holandeses, sigamos aceptando lo inaceptable.
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