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Columna
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La batalla de la vida y cómo librarla

¿Putin ve la tele? Y si la ve, ¿qué siente o qué piensa? Si al final todo depende de una persona, no sé qué tipo de persona ve estas imágenes y no hace nada al respecto, pudiendo hacerlo

El cuerpo de un ucranio yace sin vida en un puente de la ciudad de Irpín, en Kiev, este 7 de marzo.
El cuerpo de un ucranio yace sin vida en un puente de la ciudad de Irpín, en Kiev, este 7 de marzo.ROMAN PILIPEY (EFE)
Íñigo Domínguez

En una de las maravillosas novelas de Iris Murdoch, un personaje abatido, que se siente sin fuerzas, reflexiona con deportividad británica: “La batalla de la vida y cómo librarla. Sea quien fuere el que me reclutó, cometió un grave error”. El secreto de estar aquí, la batalla por la vida, es algo que hasta el más tonto percibe con dramática claridad en momentos difíciles, y a menudo lo siguiente es no sentirse preparado. Lloras cada día viendo la tele, con las fotos del periódico. Mujeres embarazadas entre los cascotes de un hos­pital. Un brazo que asoma bajo una sábana al lado de la maleta que llevaba. Un cuerpo que yace junto a la bicicleta en la que huía. Pero ¿Putin ve la tele? Y si la ve, ¿qué siente o qué piensa? No son consideraciones muy geopolíticas, pero si al final todo depende de una persona, no sé qué tipo de persona ve estas imágenes y no hace nada al respecto, pudiendo hacerlo. Igual que nosotros cambiamos de canal porque no podemos ver más, él puede parar la guerra con una llamada, decidir que no va a morir más gente en el siguiente minuto. A mí esto me vuela la cabeza, y cómo llega alguien a este grado de irrealidad. Pero me imagino que es porque solo ve su propia televisión.

Mientras Putin se blinda en su irrealidad, nosotros aún estamos encajando la irrupción de la realidad. Habíamos perdido el sentido de la historia, y eso que cada día todo era histórico. Ya el miércoles en el partido del Madrid apenas se dijo. Hacíamos reír un poco con nuestras prioridades, y quizá se nos quite la tontería, aunque a veces con estas cosas se dispara, vete a saber. No sé qué tendría que pasar para que cualquiera de nosotros se apuntara a una guerra. Quizá que bajaran a nuestro equipo a tercera o amenazaran con revelarnos el final de una serie. Lo resumía bien una escena de Annie Hall en la que ella se preguntaba si soportaría que los nazis la torturaran, y Woody Allen le decía: “¿Tú? Delatarías a todo el mundo en cuanto te quitaran la tarjeta de crédito”. Pero de repente lo ves bastante más claro: tendría que pasar, por ejemplo, que invadieran tu país. Y la cercanía de Ucrania no deja de reclamarnos, notamos que nos incumbe. Como en las guerras de los Balcanes en los noventa, hay algo decisivo: coges el coche y vas. Puedes ir a ayudar, a recoger refugiados y llevarlos donde sea, incluso a tu casa. Es posible tomar partido y hacer lo más noble del ser humano, ser amable y generoso con otro, tratarlo como te gustaría que te trataran.

La ultraderecha ha propagado alegremente las ideas del hombre fuerte y que habla claro, que no se corta, y dice que los extranjeros se vuelvan por donde han venido. Pero en qué quedan ahora esos valientes y esa palabrería ante estas familias que llegan con un cochecito de bebé en medio de la nieve a la frontera de Polonia. Son refugiados, sí, y de pronto se deshace toda la retórica que hasta ayer funcionaba contra ellos. De hecho, no hace ni tres meses que la propia Polonia echaba a patadas a sirios que llegaban por Bielorrusia. Pero Polonia se ha transformado en una noche. Ahora no son sirios, es verdad, pero aquellos discursos racistas hoy sonarían más miserables que nunca. De hecho, qué calladitos están quienes los hacían en toda Europa. Muchos, por cierto, admiradores de Putin. Pero por qué, para tanta gente, antes no sonaban también así, de qué capa de irrealidad y dureza de corazón se habían rodeado.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Corresponsal en Roma desde 2024. Antes lo fue de 2001 a 2015, año en que se trasladó a Madrid y comenzó a trabajar en EL PAÍS. Es autor de cuatro libros sobre la mafia, viajes y reportajes.

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