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Las lecciones de moralidad enredan todos nuestros debates

El discurso de buenos y malos impacta en la política, en las calles, en nosotros. La prensa y las redes sociales contribuyen a crear un clima de comunicaciones moralizadoras

Lola Galán opinión
Protesta de personas contrarias a la vacuna contra la covid-19 en Nueva York el pasado 13 de noviembre.Stephanie Keith (Getty Images)

El premio Nobel ruso Alexandr Solzhenitsin, que vivió la atroz experiencia del Gulag y sufrió el destierro, llegó a la conclusión de que, paradójicamente, “para hacer el mal, el ser humano debe, en primer lugar, creer que lo que está haciendo es bueno”. Y es que la moralidad, un rasgo adaptativo que nos ha dejado la evolución, y gracias al cual hemos llegado hasta aquí, tiene una doble cara. Fruto del proceso de autodomesticación de la especie humana, somete las pulsiones egoístas del individuo a los intereses del grupo, pero es un arma de defensa (y ataque) también contra otros grupos. Por eso los psicólogos evolucionistas se refieren a ella como “moral tribal”.

En nuestro mundo hiperinformado e hiperconectado, las redes sociales y la prensa se encargan de impartir lecciones de moralidad o, en muchos casos, de mera moralina, que se introducen en todos los rincones de la realidad, incluso los más neutros, desbordando todos los límites. Un fenómeno que está afectando también a la vida política y que puede acabar dañando nuestras democracias liberales, sostiene el psiquiatra y especialista en psicología evolutiva Pablo Malo en su ensayo Los peligros de la moralidad (Deusto, 2021). Puesto que la democracia se basa en la libertad de expresión, el intercambio de ideas, la búsqueda de consensos y la alternancia política, quedaría vacía de contenido si los partidos políticos legales, encargados de gestionar la cosa pública, pasan a ser vistos como entidades intrínsecamente buenas o malas. Si un partido (el mío) encarna el bien y el partido rival el mal puro, la democracia deja de funcionar, sostiene el psiquiatra. El peligro estaría en el exceso. Cuando la moralidad se desborda y se convierte en “una epidemia” que afecta a todas las realidades, no sólo a la política.

En su libro The Moral Fool (Columbia University Press, 2009), Hans-Georg Moeller, profesor del Departamento de Filosofía y Estudios Religiosos de la Universidad de Macao (China), sostiene que en tiempos de conflicto, la moralidad tiende a la rigidez. Y eso explicaría desde las guerras de religión hasta las limpiezas étnicas o purgas políticas que vemos en la historia. Tampoco nuestra época carece de conflictos, “atizados por la comunicación moralizadora”, explica Moeller por correo electrónico. “Tenemos el ejemplo de la pandemia, encuadrada en un marco moral por políticos y medios de comunicación, lo que ha dado paso a una creciente ‘demonización’ mutua entre las personas con diferentes actitudes hacia temas como la vacunación, la cuarentena, etcétera”. Por no hablar del antagonismo político cada vez mayor, aun cuando solo queden “diferencias ideológicas menores entre ‘izquierda’ y ‘derecha”. Ambas opciones comparten ‘la ‘religión civil’ del individualismo liberal que, sin embargo, se ha dividido en dos campos opuestos moralmente”, añade. Y esa “infección moralizadora’ del discurso político en Occidente tiene el potencial de llevarnos a enfrentamientos violentos”.

De momento, nos ha llevado a una polarización política pocas veces vista. Uno de los ejemplos más flagrantes es el de Estados Unidos, donde estudios recientes han comprobado que hay más animosidad contra el partido político rival que contra individuos de otras razas o religiones, apunta Malo en su libro. En España resulta también casi imposible construir consensos entre los dos grandes partidos. Malo señala por correo electrónico que le llama la atención que tanto Estados Unidos como España son países que han sufrido unas tremendas guerras civiles. Conflictos que dejan una huella tan profunda que puede durar no ya décadas, como en el caso español, sino siglos, como en el estadounidense.

Aunque la polarización política actual no presagie ninguna inminente contienda, es un hecho que enrarece el ambiente, y exige que nos tomemos en serio el fenómeno y las múltiples causas que lo provocan, cree Pau Marí-Klose, diputado socialista, presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso y profesor de Sociología de la Universidad de Zaragoza. “El diagnóstico se centra habitualmente en el comportamiento y el perfil de los políticos, ignorando el entorno en que actúan”. Si no identificamos adecuadamente los orígenes del problema, señala, difícilmente lo vamos a resolver. Marí-Klose está convencido de que un primer paso para frenar esta deriva sería fortalecer la información política de calidad, frente a la que tiende a “forjar identidades rígidas confrontadas con otras, o que persigue simplemente llamar la atención para conseguir visitas digitales”. El diputado socialista ve también una responsabilidad no asumida en los periodistas, que deberían explorar vías, dice, para reconducir las derivas polarizadoras de su profesión.

Una tarea importante si asumimos, como señala Pablo Malo en su libro, que son los medios de comunicación los encargados de distribuir y sancionar los nuevos valores morales que, a menudo, los políticos incluyen después en sus programas. Moeller apunta otra razón que explicaría los excesos que vemos en las redes sociales y en parte de la prensa: “Para provocar emociones, obtener atención, crear ‘seguidores’, las historias tienen que tener una carga moral”, que es, en su opinión, potencialmente peligrosa.

Ante este panorama, la tesis de Malo es que necesitamos menos y no más moralidad en este siglo XXI. Algo que puede sorprender a una ciudadanía escandalizada por los casos de corrupción política que denuncia la prensa a diario, en España y en todo el mundo, incluidos los países de nuestro entorno. La corrupción no tiene tanto que ver con personas buenas o malas como con el funcionamiento de las instituciones, explica el psiquiatra. Una democracia debería funcionar con un sistema en el que no importe en absoluto si las personas que llegan al poder son buenas o malas, sostiene, porque estaría absolutamente delimitado lo que puede hacer cualquiera que llegue a ese puesto.

Se evitaría así que los políticos puedan sucumbir a ese tipo de tentaciones que no siempre reciben el castigo adecuado en las urnas, porque a veces no somos capaces de dejar de votar a nuestro partido cuando lo juzgamos bajo el prisma de esa moral tribal. La misma que nos lleva a odiar o amar a los líderes políticos, “no por ideas concretas, sino por emociones complejas”, como señala Víctor Lapuente, catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Gotemburgo. Lapuente reconoce que estamos viviendo, en ese sentido, un retroceso, provocado por el miedo que despiertan la inestabilidad económica y la política. Una regresión que se vale de la facilidad de comunicación de las redes sociales para propagarse.

Razón de más para andar con cautela y recordar que, como ya advirtiera Nietzsche, “en la moral no hay que ir hasta el límite más extremo, porque, de hacerlo, acaba uno asqueado”.

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