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Intento de asesinato del presidente: el riesgo de volver al gran incendio en Colombia

El atentado contra el helicóptero de Iván Duque a finales de junio evidencia el deterioro de la seguridad nacional, pero este tipo de violencia no es nueva para los colombianos

El presidente Iván Duque baja del helicóptero presidencial rodeado de guardias de seguridad en el aeropuerto Camilo Daza después del ataque sufrido en Cúcuta
El presidente Iván Duque baja del helicóptero presidencial rodeado de guardias de seguridad en el aeropuerto Camilo Daza después del ataque sufrido en Cúcuta el 25 de junio.SCHNEYDER MENDOZA (AFP)
Catalina Oquendo

El viernes 25 de junio de 2021, Colombia se devolvió dos décadas en el tiempo. La radio y la televisión interrumpieron la programación habitual de la tarde para contar que se había producido un ataque al helicóptero en el que viajaba el presidente Iván Duque y una comitiva con dos de sus ministros en la ciudad de Cúcuta, fronteriza con Venezuela. La información estaba aún sin confirmar y parecía imposible que en una de las zonas más militarizadas del país y con la seguridad reforzada tras la explosión de un coche bomba en una brigada días antes, fuera factible ese riesgo. Más tarde, el propio Duque lo constató: la aeronave presidencial había recibido seis disparos de fusil, en la cola y la hélice principal. El blindaje del Black Hawk hizo que las personas a bordo solo se enteraran del ataque al aterrizar y que ninguno de los viajeros resultara herido.

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La última vez que grupos armados atentaron contra un presidente fue en el año 2002. El mandatario era entonces Álvaro Uribe, padrino político de Duque y quien lo impulsó a la presidencia. Las FARC lanzaron morteros al Congreso durante su investidura y mataron a 17 personas. En aquél momento, los secuestros por parte de esa guerrilla y las masacres paramilitares acorralaban a miles de personas en el campo. Dominaba la política de mano dura. Hoy el país es otro, pero el ataque a Duque ha recordado esa violencia de la que Colombia había empezado a sacudirse y ha evidenciado, de la manera más notoria, el deterioro de la seguridad en los últimos años.

Tras la esperanza que ha supuesto el desarme de 13.000 guerrilleros de las FARC, el asesinato de líderes sociales, las masacres y el intento de atacar contra el presidente instalan un ambiente de temor para las elecciones presidenciales de mayo de 2022 y las parlamentarias de marzo del mismo año. Para algunas voces de la izquierda, hay una estrategia para infundir miedo y volver a la llamada “seguridad democrática” del expresidente Álvaro Uribe.

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En otro país, el ataque al primer mandatario supondría un antes y un después. Pero no en Colombia. ¿Por qué? ¿Qué implica ese hecho en una nación que intenta dejar atrás el conflicto armado? Wilfredo Cañizares, director de la Fundación Progresar aventura una respuesta. “A pesar de la magnitud del hecho no nos sorprende. Indica que aquí nadie está seguro”, dice. “Hay un desbordamiento y urbanización de la violencia en los últimos dos años”, agrega, refiriéndose a dos hechos recientes: el atentado con coche bomba a la instalación militar el pasado mes de junio, que dejó 36 heridos, y un ataque a la policía en un barrio de Cúcuta en el mes de abril. Más allá de los ecos de la investigación del ataque contra Duque, que apunta de forma preliminar una alianza entre la guerrilla del ELN y las disidencias de las FARC, el país ha seguido como si nada. Ninguno de los grupos ha reivindicado el ataque —algo esperable, dada su magnitud— y los retratos de los supuestos responsables difundidos por la Policía se han vuelto carne de meme por sus trazos elementales.

Amplios sectores políticos del país han expresado su rechazo al atentado contra Duque, incluida la oposición. Representantes del mundo académico, la industria y la comunidad internacional lo han calificado de ataque contra la democracia. Pero algunas voces apuntan a interrogantes y sospechas alrededor del suceso, algo similar a lo que ocurrió con el atentado a Uribe en 2002. Estas voces se preguntan por qué y quién sugirió al presidente viajar a una zona considerada un polvorín, cómo los atacantes sabían en cuál de los helicópteros viajaba, el por qué de la orientación de las balas y distancia de tiro, las inexplicables fallas de seguridad a la llegada al aeropuerto... El ministro de Defensa, Diego Molano, ha descartado estas sugerencias “mezquinas”.

Los magnicidios forman parte de la historia reciente de Colombia: el caudillo Jorge Eliécer Gaitán, en los cuarenta, y en los noventa, los de los candidatos presidenciales Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro o Bernardo Jaramillo Ossa y el líder conservador Álvaro Gómez Hurtado. Pero la lista de intentos y de aquellos que han sobrevivido es aún mayor. Todos han marcado la orientación política del país.

“Preocupa que se quiera crear un ambiente de magnicidio. En la década de los noventa, cuando ocurrieron varios, estábamos en un ambiente de transición, con la Constitución política y la exigencia de cambios políticos. Hoy esa transición pasa por el acuerdo de paz”, subraya León Valencia, director de la Fundación Paz y Reconciliación (Pares). Valencia recurre a una metáfora: en Colombia, a principios de este siglo, había un gran incendio que se estaba apagando con el acuerdo de paz firmado en 2016, pero quedaban varios leños encendidos. Estos son el ELN, las disidencias de las FARC, el crimen organizado con bandas como el Clan del Golfo, 11 microterritorios dominados por el narcotráfico y guerras entre actores armados de distinta condición, además de las tensiones con Venezuela (con 27 grupos ilegales transnacionales en la frontera) y las recientes protestas antigubernamentales. “Desde que comenzó, el Gobierno de Duque ha tenido la posibilidad de echar agua a esos leños prendidos. Pero ha decidido echarles gasolina. Todavía no hemos llegado al nivel de violencia que teníamos antes del acuerdo de paz, pero han regresado hechos como las masacres”, afirma Valencia. Desde la firma del acuerdo con las FARC han sido asesinados 278 excombatientes y, según la organización Indepaz, han ocurrido 46 matanzas colectivas con 175 víctimas en lo que va de 2021. Para el Gobierno, la violencia política es consecuencia de un mal convenio y no de fallas en su implementación.

Política con escoltas

Colombia es un país donde la política se hace con escoltas y bajo eterno riesgo. El ataque a Duque representa la escalada de lo que viene ocurriendo con líderes sociales y políticos. En Cauca, una de las regiones históricamente más golpeadas por el conflicto, han masacrado a una candidata a una alcaldía local, junto a su madre y a cuatro líderes sociales; el intento de asesinato de Francia Márquez, líder política afrodescendiente, ganadora del Premio Goldman de Medioambiente y también del senador indígena Feliciano Valencia, por mencionar solo los sucesos más conocidos.

“Los grados de violencia política medidos en asesinatos de líderes y de desmovilizados son espeluznantes y, si sumamos a eso la brutalidad policial que hemos visto en las protestas, estamos en un nivel alarmante de violencia que difícilmente se podría quebrar”, le dice a EL PAÍS Arlene Tickner, profesora de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario.

Está por ver el impacto que este clima puede tener en la campaña electoral. Tickner predice tiempos políticos difíciles, en los cuales los progresistas no han logrado converger en candidaturas viables y la extrema derecha está en apuros para encontrar candidatos sólidos ante la debacle que ha representado este Gobierno para su partido. El presidente Iván Duque arrastra una desaprobación del 76%, y el 68% de la población tiene una imagen negativa de su mentor, Álvaro Uribe.

Para Rodrigo Londoño, Timochenko, exjefe de las FARC y hoy líder del partido Comunes, quien sufrió un atentado en 2020, la gran preocupación es que en medio del caos se busque sabotear el proceso de paz y “se conduzca a Colombia a otra vorágine de violencia de la que nadie puede prever sus consecuencias”.


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Sobre la firma

Catalina Oquendo
Corresponsal de EL PAÍS en Colombia. Periodista y librohólica hasta los tuétanos. Comunicadora de la Universidad Pontificia Bolivariana y Magister en Relaciones Internacionales de Flacso. Ha recibido el Premio Gabo 2018, con el trabajo colectivo Venezuela a la fuga, y otros reconocimientos. Coautora del Periodismo para cambiar el Chip de la guerra.

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