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Un asunto marginal
Columna
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La escalera de Chambord

No sabemos qué pequeñas o grandes decisiones del presente serán vistas como símbolos de lo que nació en el siglo XXI

Enric González
Grabado del interior del Chateau de Chambord, el más grande del Loira, Francia.
Grabado del interior del Chateau de Chambord, el más grande del Loira, Francia.Hulton Archive (EL PAÍS)

La escalera más hermosa y extraña del mundo está en un castillo francés, el de Chambord. Es la célebre escalera de doble hélice ideada (no construida) por Leonardo da Vinci. Quienes suben y quienes bajan pueden verse, pero no cruzarse. Se trata de una delicia arquitectónica y, en cierto sentido, también de una escalera hacia el futuro. Fue erigida en uno de esos momentos en que el mundo se amplía y se contrae de forma simultánea, la historia se fractura, la gente empieza a pensar de otra forma y nadie sabe muy bien qué va a ocurrir. Sucedió en el siglo XVI y sucede ahora.

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Francisco I, el dueño de Chambord, invitó al viejo Leonardo a su corte en cuanto ascendió al trono. No fue una decisión reflexiva: simplemente admiraba al genio renacentista y quería tenerlo cerca. Esos años finales de Leonardo en Francia, unidos a la frivolidad personal del rey, a su pragmatismo y a su devoción por la cultura, crearon la Francia de los siglos siguientes. Igual que la voluntad de construir, el gran proyecto trascendente de Carlos I, está en el origen de España. El doble juego de Enrique VIII de Inglaterra, uniéndose a Francisco o Carlos, los dos grandes rivales, para que ninguno de ellos llegara a ser demasiado poderoso, configuró la posición que en adelante iban a mantener las islas Británicas respecto al continente europeo.

El hoy nació entonces. Nació de forma improvisada, en una cadena de reacciones de emergencia ante una realidad nueva e incomprensible. El pequeño mundo europeo había experimentado una extensión vertiginosa con la colonización de América, la aparición de la imprenta de tipos móviles multiplicó la difusión del conocimiento y amplió la mente humana y, pese a tanto espacio nuevo, no había forma de moverse sin chocar con una fuerza rival. El XVI fue un siglo hermoso y caótico.

Lo que ocurre ahora es bastante similar a aquello. La revolución de las comunicaciones gracias a internet, la exploración del espacio (algo esencial a lo que no prestamos mucha atención porque permanecemos entretenidos con nuestras cosas), la alteración climática y, tal vez, el choque de la pandemia supondrán, o más bien suponen ya, una fractura en la historia.

Todo está en discusión, desde la forma de alimentarnos o trabajar hasta las estructuras económicas y las fórmulas de gobernanza. La suerte es que la vida cotidiana, bastante complicada en sí misma, nos ahorra el vértigo de mirar hacia un futuro ignoto.

No sabemos siquiera qué pequeñas o grandes decisiones del presente serán recordadas como fundacionales o como símbolos de lo que nació en el siglo XXI. A nadie se le ocurrió, hace exactamente 500 años, que aquella escalera pintoresca en el cuerpo central del castillo de Chambord pudiera ser contemplada como un rasgo fundamental de un cierto espíritu colectivo, el que llevó a la Ilustración, a la Revolución Francesa y a ciertas certidumbres que hasta hoy nos parecían indiscutibles.

No sabemos quién está creando algo como la escalera de Chambord, ni dónde. Pero alguien está haciéndolo en algún lugar.

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