Tras la covid-19, celebremos el Día de la Interdependencia
En la lucha por la supervivencia prosperan quienes apuestan por el apoyo mutuo, escribe la filósofa Adela Cortina. Es posible responder a esta crisis desde la construcción de un ‘nosotros’ incluyente
La pandemia del coronavirus ha lanzado un reto mundial y local que afecta en principio a la salud de las personas concretas y está llevándose consigo una gran cantidad de vidas. Cómo no recordar a Max von Sydow, el actor sueco que representó en El séptimo sello la figura del caballero que juega una partida al ajedrez con la muerte, perdida de antemano, en ese tétrico marco medieval de procesiones de flagelantes aterrados ante la peste. O la magistral descripción de la epidemia de 1630 en Milán que ofrece Manzoni en Los novios. O el brillante relato de García Márquez El amor en los tiempos del cólera. Terribles epidemias que se extinguieron con gran sufrimiento, como también pasará la de este virus que surgió en China, se cebó después en Europa, ha pasado el Atlántico y llegado a África.
Las pandemias, como la de la covid-19, tienen consecuencias sanitarias, sociales, económicas y medioambientales, a las que los países deben hacer frente con medidas institucionales, tanto en el nivel local como en el global. Pero conviene recordar que esas medidas se toman siempre desde un êthos, desde el carácter que han ido forjándose esos países día tras día antes de la crisis y a lo largo de ella, porque el presente y el futuro no se improvisan, sino que se gestan en las decisiones de la vida cotidiana, personales y compartidas, que van conformando ese êthos. Un carácter que impregna las instituciones políticas, jurídicas, económicas y sociales, conformando ese humus al que Hegel daba el nombre de eticidad. El tiempo es una magnitud continua, y más aún el tiempo humano, porque lo que se hace en el presente va condicionando el rumbo del futuro. (…)
Es verdad que en cualquier proyecto de futuro es preciso evitar la tentación de creer que todo está en nuestras manos, porque no basta con ejercer la virtú, sino que es necesario contar también con ese imponderable que es la fortuna. Tal vez no para cogerla por los cabellos, como pretendía Maquiavelo, pero sí para prevenirse frente a ella, o, lo que es mejor, convertirla en aliada.
En mis años de infancia se decía que el responsable de todo lo malo era el demonio; más tarde, al entrar en la universidad, era “el sistema”, y desde los años noventa del siglo XX todas las desgracias se achacan a la globalización, a menudo entreverada con el sistema. Y yo me pregunto si es verdad que todo depende de un perverso sujeto elíptico —demonio, sistema, globalización— o lo cierto es que el futuro está también en manos de muchos sujetos con nombres y apellidos, personales o institucionales, cuyas actuaciones deberían ser muy otras. ¿Cuáles serían entonces las tendencias que conviene potenciar y cuáles las que importa desactivar? (…)
En principio, el coronavirus ha puesto de nuevo sobre el tapete la fragilidad y la vulnerabilidad de las personas y de los países, la constatación de que no somos autosuficientes, sino interdependientes, en el nivel local y en el global. Por eso, los países deberían celebrar el “Día de la Interdependencia”, por decirlo con el politólogo Benjamin Barber, porque al reconocerla demuestran su madurez. De donde se sigue que, en la lucha por la supervivencia, y sobre todo por vivir bien, que es a lo que aspiramos los seres humanos, no prosperen los más fuertes, los supremacistas, los que intentan maximizar el beneficio a toda costa, sino los que apuestan por el apoyo mutuo. Nacionalismos, independentismos y populismos son letales. Como sabemos, Darwin retrasó la publicación de El origen del hombre precisamente por la dificultad de resolver el enigma del altruismo biológico, y ulteriores estudios muestran cómo los seres humanos somos reciprocadores y cooperativos, y cómo en la elección entre la cooperación y el conflicto, la primera es mucho más inteligente que el segundo. Tenían razón los viejos anarquistas al ver en el apoyo mutuo el mecanismo de la supervivencia.
Por eso, en el mundo humano, proclamar como hoja de ruta el nacionalista “America first” como hizo Trump es descabellado, como lo es echar el cerrojo a la muralla china, al estilo de Xi Jinping desde un nacionalismo empleado a fondo en liderar el mundo económicamente sin entrar a formar parte de la civilización política universal. Aunque China sea líder en el mundo de las plataformas y uno de los protagonistas innegables en los intercambios económicos, su aislamiento desde el punto de vista de la civilización ético-política le dificulta convencer. “Venceréis, pero no convenceréis” es el famoso dictum atribuido a Unamuno. Si China quiere participar significativamente en el sistema global, aceptar la democracia constitucional y promover una verdadera república del pueblo será un gran paso en esa dirección.
Y es que la interdependencia nos constituye, la solidaridad es irrenunciable. Precisamente por eso la ciudadanía en España reconoció diariamente durante el confinamiento general a quienes mostraron una vez más el poder de la solidaridad, la fuerza transformadora de la compasión, que ejercieron de modo admirable el personal sanitario en todos sus niveles, el Ejército, la policía, el sector primario, las empresas que hicieron posible la subsistencia y las que reconvirtieron su producción para fabricar material sanitario o alimentar a grupos necesitados. Y, por supuesto, las organizaciones solidarias que siguieron en la brecha, y las familias, auténticas redes de supervivencia. Sin todos ellos no sólo el número de muertes hubiera sido mucho mayor, sino que el sufrimiento hubiera resultado insoportable. En la sociedad “poscovid-19”, si es que llega, reconocer el valor de todos ellos de modo fehaciente, y no sólo con aplausos en los balcones, debería ir de suyo, como también cultivar el apoyo mutuo. (…) Y llegando ya al mundo político, ojalá aprenda en esa sociedad “pos esta pandemia” que la responsabilidad es un valor inexcusable. Se habrían ahorrado muertes y sufrimiento si la Organización Mundial de la Salud hubiera cumplido con su deber de avisar de la pandemia a tiempo, ofreciendo protocolos de actuación. Como también si los políticos nacionales hubieran generado cohesión social desde un proyecto dialogado y compartido, llamado a resolver los problemas acuciantes, en vez de engolfarse en el regateo y en sus oportunistas disputas ideológicas, mirando por sus estrategias para recabar votos, y no por el bien común, cultivando la polarización y el conflicto. La sensación de una continua improvisación en las medidas adoptadas les resta credibilidad, cuando la confianza es el principal capital social y ético de los países.
Ojalá una ciudadanía madura, una sociedad civil vigorosa, sea capaz de pensar y querer por sí misma, sin dejarse infectar por luchas partidarias, sin alimentarse de argumentarios, consciente de que en esta crisis y en todas las que están por venir será posible responder con altura humana desde la construcción de un nosotros incluyente, reacio a la polarización, pero no sólo por el tan manido “egoísmo ilustrado” de que “estamos todos en el mismo barco”, sino porque nos importamos unos a otros. Éstos son valores con futuro, los que se tejen desde la compasión y dan razones para la esperanza.
Y todo ello en el marco de un horizonte cosmopolita, que la naturaleza global de la pandemia ha vuelto a mostrar como ineludible. Ir dando a ese horizonte la forma de un cosmopolitismo arraigado, comprometido con cada uno de los retos mencionados en los contextos concretos de acción, y construyendo desde ellos esa sociedad cosmopolita que, a pesar de los obstáculos, ya está en camino.
Adela Cortina (Valencia, 1947) es filósofa. Es catedrática de Ética de la Universidad de Valencia. Este extracto es un adelanto del libro ‘Ética cosmopolita. Una apuesta por la cordura en tiempos de pandemia’, de la editorial Paidós, que se publica el próximo 24 de marzo.
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