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Jeanine Áñez
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Golpe o fraude: Bolivia, más polarizada

La reciente detención de la expresidenta Jeanine Áñez, acusada de terrorismo y sedición, acrecienta la crispación política del país

Protesta contra el Gobierno de Luis Arce, en Santa Cruz, Bolivia, este 15 de marzo.
Protesta contra el Gobierno de Luis Arce, en Santa Cruz, Bolivia, este 15 de marzo.RODRIGO URZAGASTI (Getty)
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Las elecciones bolivianas de octubre pasado saldaron muchas cosas. Sobre todo, refutaron la extendida idea entre los analistas políticos y mediáticos de que un 70% de los bolivianos no quería “ni en figuritas” el regreso del Movimiento al Socialismo (MAS) al poder. En un contexto de polarización política feroz, la vía electoral permitió pacificar el país y reponer la normalidad constitucional. Sin embargo, como se pudo ver con la reciente detención de la expresidenta Jeanine Áñez, el país sigue dividido en torno a los dos lemas que circularon durante las violentas jornadas de 2019: “Fue golpe, no fue fraude” / “Fue fraude, no fue golpe”.

Para el MAS, su contundente victoria el 18 de octubre de 2020, con más del 55% de los votos, fue la prueba de que en 2019 no hubo ningún fraude para que Evo Morales siguiera al frente del poder ejecutivo. Para la oposición, que el Gobierno de Áñez transfiriera el mando al MAS es la evidencia de que lo que hubo fue un Gobierno que solo se propuso llamar a elecciones limpias. Pero detrás de esas “simplezas” hay un trasfondo mucho más enredado.

La idea de que hubo golpe, al MAS le impide a menudo reconocer el error político de haber avanzado con la reelección de Morales pese al resultado en contra del referéndum de 2016 (un 51 votó “no”) a la reelección con la consiguiente repolarización del país (incluido el renacimiento de una derecha dura). Del lado de los pititas —­como se conoce a quienes se movilizaron por la renuncia de Evo Morales en 2019—, la idea de que el Gobierno de Áñez fue meramente “transitorio” ocluye que este tuvo abiertas veleidades refundacionales y buscó deshacer la herencia del MAS, junto con una vocación revanchista corporizada en el ministro de Gobierno Arturo Murillo, encargado personalmente de perseguir a militantes y funcionarios del anterior Ejecutivo.

Una cosa son las verdades políticas y otra las jurídicas. Si el Gobierno de Áñez no logró probar judicialmente el “fraude monumental” del MAS, pese a contar con una justicia ciertamente dócil, posiblemente le ocurra lo mismo al Gobierno de Luis Arce, al menos de manera incuestionable, con la megacausa golpe de Estado.

La denuncia de golpe tenía su sustento y fue efectiva tanto en el plano nacional como internacional para denunciar a un Gobierno con una agenda conservadora y que no dudó en usar la fuerza contra las protestas, con las represiones de Sacaba y Senkata [con 11 muertos civiles en cada una] como particularmente mortíferas. Pero hoy la causa judicial se enfrenta a problemas jurídicos y políticos no menores.

Problemas jurídicos, porque Áñez fue encarcelada por su supuesta participación en el golpe —acusada de delitos de terrorismo, conspiración y sedición—, pero su presencia en la asonada fue menor o incluso nula (tan menor que para desprestigiarla llegó a difundirse la versión de que los conspiradores le habrían pagado para que asumiera la presidencia). Y políticos, porque resulta difícil detener a los artífices más sonados del golpe, como el cruceño Luis Fernando Camacho, quien lideró las protestas y a los grupos más radicales, recientemente elegido gobernador de Santa Cruz. O el expresidente Jorge Tuto Quiroga, quien supuestamente “dio órdenes” a los militares para que dejaran abandonar el país a Evo Morales y poder así destrabar la “sucesión constitucional” y nombrar a Áñez. El problema es que para juzgar a esta por sus decisiones como presidenta, dos tercios del Parlamento deben aprobar el proceso y no dan los números.

A ello se suman las complejas reuniones de noviembre de 2019 para intentar destrabar la sucesión, en las que participó el MAS, y la renuncia de la línea de sucesión completa (renunciaron Morales, el vicepresidente Álvaro García Linera, la presidenta del Senado y el de Diputados). Fue en ese vacío de poder que la oposición decidió activar el plan B: que asumiera Áñez de manera automática (la exsenadora era vicepresidenta segunda del cuerpo y no estaba en la línea de sucesión) apelando a una jurisprudencia previa, con una Constitución anterior. Si Adriana Salvatierra dijo haber renunciado a la presidencia del Senado en coordinación con Morales y García Linera, el jefe de los diputados Víctor Borda lo hizo presionado por los ataques físicos a su casa y sus familiares. A estas complejidades se suma que el Parlamento, con dos tercios en manos del MAS, terminó por aceptar la renuncia de Morales y reconocer de hecho a Áñez, a quien denunciaba como presidenta ilegítima, pero le enviaba las leyes para su promulgación. Fue una suerte de empate catastrófico: Áñez no podía disolver el Congreso y el MAS no podía desconocer a la presidenta.

Al fin de cuentas, “fraude” y “golpe” posiblemente pervivan como “verdades” políticas, que seguirán movilizando a diferentes sectores de la agrietada sociedad boliviana, pero difícilmente encuentren ya una respuesta jurídica con legitimidad más allá de los convencidos de cada lado.

El MAS tuvo, con su victoria en las urnas, un triunfo político-moral que la desprolijidad de las actuales acciones, en un país con una justicia especialmente desprestigiada, puede erosionar seriamente. Aunque la oposición está de momento debilitada, al menos a escala nacional, los demonios que las elecciones de octubre y la nitidez de los resultados habían encerrado en la botella podrían volver a hacer de las suyas.

Pablo Stefanoni es un historiador argentino y jefe de redacción de ‘Nueva Sociedad’, una revista latinoamericana de ciencias sociales.

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