Opinar no es lo mío
Vivimos en mundos que desaparecen mientras hay iluminados que creen estar fundando uno nuevo. Actúan como si la historia les contemplara, cuando en realidad solo están pendientes de si les retuitean
Mi teléfono me dijo el otro día, rescatando unas fotos: “Tienes un nuevo recuerdo”. Que mi móvil se dirija a mí con esas confianzas me pone nervioso. Bastantes recuerdos tengo ya como para que me recuerden otros, con lo que cuesta a veces olvidarlos. Tendré que borrarlos del teléfono para que no los vea él mismo. La conversión del móvil en Pepito Grillo es otro pasito más, pequeño para él, enorme para la falta de humanidad. Hay demasiadas cosas nuevas que no asimilas, pero ya vives inadaptado, como un marciano en tu propio planeta. Me dan un poco igual las diez series que debo ver por pelotas, como las elecciones catalanas, que no conozco a nadie que le interesen, y tampoco entiendo nada del lío de la ley trans. Y cada vez que la explica una experta o una feminista entiendo todavía menos, con esa neolengua académica que usan, parece que lo hacen adrede para que te sientas culpable por no entenderlo. Me gustaría que lo explicara un trans sin tantos estudios con sus propias palabras, no creo que haga falta mucho más para ponerse de su parte. Estos debates me recuerdan cómo me fastidiaban en el cine de versión original los que se reían de un chiste antes de que saliera el subtítulo, solo para que viéramos que sabían inglés. Yo empecé a hacerlo en películas japonesas, riéndome al azar. No me sentía superior, pero me bastaba gozar en la oscuridad con el complejo de inferioridad de los demás.
Juan Villoro tiene una columna buenísima, como todas, en la que pide consejo a un amigo sobre cómo enfrentarse a la realidad: “Hablé de mi alma dividida, de mi patológico e inútil afán de concordia”. Y recuerda una obsesión suya: “Cada vez que debo opinar sobre un tema del que no estoy seguro me castigo imaginándome en París ante el proyecto de la torre Eiffel. (…) ¿A qué opinión me habrían llevado mis gustos, mis lecturas, mi pretendida sensatez?”. Confiesa que en el siglo XIX quizá le habría parecido horrorosa, y qué difícil es saber cuánto de lo nuevo resistirá el paso del tiempo. Por eso llegar tarde a todo, como nos pasa a muchos, no está tan mal. Bach nos puede parecer eterno, pero llevaba décadas olvidado hasta que un jovenzuelo, Mendelssohn, le pidió a su carnicero las partituras en las que envolvía las salchichas, eso dice la leyenda. Lamento no haber podido escuchar a Coltrane en un bar (I’m old fashioned, estoy hecho a la antigua, ya lo dice su canción), pero habrá ahora algún genio en otro bar, incluso más cerca de casa, del que no tengo ni idea. Noto una poderosa sensación de que no, pero bueno, no estropeemos el razonamiento. No es que esto me lleve a aventurar que se escuchará reguetón dentro de un siglo, ahí creo que sí me jugaría una cena. Pero sé que en este mundo tan loco habrá cosas que han venido para quedarse. Normal que también haya tanto miedo al cambio y mamarrachadas que no cambian. Vivimos en mundos que desaparecen mientras hay iluminados que creen estar fundando uno nuevo. Actúan como si la historia les contemplara, cuando en realidad solo están pendientes de si les retuitean. Luego hay sentencias que condenan exabruptos de raperos y convierten en mártires famosos a mastuerzos que, de otro modo, jamás llegaríamos a saber que existen. Tampoco está bien que nos riamos más con una sentencia del Supremo sobre la revista Mongolia que con la propia revista Mongolia. Te ríes, sí, pero te quedas preocupado, se desgastan las instituciones. En fin, el consejo que le dio ese amigo a Villoro fue: “Opinar no es lo tuyo: los confundidos escriben historias para que los demás opinen”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.