Tiburón podrido con vodka
Las crisis son un proceso, no un suceso; pero a veces el suceso es tan espectacular que sepulta todo lo demás
Las crisis son un proceso, no un suceso; pero a veces el suceso es tan espectacular que sepulta todo lo demás. Cuando el crash de Lehman Brothers, solía pasarme todas las mañanas por la sede del banco, en pleno corazón de Manhattan, para escribir acerca del desfile de arrogantes ejecutivos que acabaron con su vida laboral metida en una triste caja de cartón. Poco después Islandia se declaró en bancarrota el mismo día que este periódico abría El País Semanal con un título espléndido: “Islandia, paraíso de la felicidad”. Para salvar la honrilla, me subí a un avión hacia el Ártico y la primera noche cené con uno de los banqueros que había llevado a aquella isla a la quiebra. Era un restaurante pequeño, acogedor. Al poco de sentarnos fueron desfilando ordenadamente todos los comensales por nuestra mesa para insultar a aquel individuo. Es imposible olvidar aquella ira vikinga y el primer plato del menú, tiburón podrido con vodka, una de las especialidades de la cocina islandesa; toma metáfora.
Grecia, Portugal e Irlanda fueron las siguientes paradas de la crisis. En Dublín, un barbero me dio una mañana un afeitado soberbio paseando su navaja por mi garganta mientras me contaba que sus dos hijos acababan de quedarse en paro: ningún recuerdo es tan poderoso como el del tiburón podrido con vodka, por mucho que uno sienta el filo de la cuchilla sobre su piel mientras su propietario escupe improperios contra banqueros y Gobiernos, pero este se acerca peligrosamente. Y así llegó la crisis española. Corría mayo de 2012 y Angela Merkel invitó a un selecto grupo de periodistas, entre los que los alemanes me incluyeron por alguna razón, para contarnos de primera mano el famoso diktat. La canciller impresiona de cerca. Conoce las grandes agendas al detalle, tiene un dominio de la escena apabullante, es capaz de vender el argumentario alemán como si fuera el del conjunto de Europa sin pestañear. Lo más impactante de aquel encuentro fue oír a Merkel echar pestes de España: ¿Qué han hecho ustedes con los fondos de cohesión? Carreteras vacías hacia ninguna parte, aeropuertos sin aviones, kilómetros y kilómetros de alta velocidad. Algo así anoté en mi libreta con caligrafía temblorosa. Un mes después llegaron el rescate y los recortes, patrocinados por la canciller.
Las crisis, en fin, son un proceso, no su suceso: pero a la hora de tratar de explicarlas suele emerger un relato que tiende más al storytelling que a las causas sistémicas. La derecha (y algún expresidente socialista) hizo caer el peso de la responsabilidad de la Gran Recesión en quienes habían vivido “por encima de sus posibilidades”. La izquierda quiso señalar a quienes nos habían estafado. Pero los grandes acontecimientos son multicausales: aquel huracán arrasó los países que hincharon burbujas inmobiliarias, con supervisores que permitieron políticas crediticias irracionales, y castigaron más a quienes no pudieron permitirse medidas de estímulo. En ciertos lugares, esa crisis no había terminado aún cuando a sus efectos secundarios se sumaron los de la pandemia. España es uno de esos lugares: llegamos a esta crisis sin colchones fiscales y con un paro del 15%. Afortunadamente, esta vez el BCE ha ayudado casi desde el principio, y Bruselas (es decir, Berlín) no se ha obsesionado con las reglas fiscales y ha acordado una lluvia de fondos europeos. Los ERTE y los avales públicos han permitido sobrevivir al tejido productivo, la vacuna está a la vuelta de la esquina y el Gobierno español se relame: ha aprobado el Presupuesto y espera una recuperación fulgurante.
Ojalá sea así. Porque de lo contrario tocará reportajear otra vez sobre jóvenes ejecutivos bancarios que se van al paro, quizá haya que jugarse la garganta con un barbero vociferante y habrá que revisitar el tiburón podrido con vodka; todo ello sin necesidad de salir de España. Y sobre todo alguien tendrá que aguantar el chaparrón de Merkel, que nos echará en cara que no hayamos sabido gastar los 140.000 millones de los fondos de la UE. Y no. No. Eso sí que no.
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