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UN ASUNTO MARGINAL
Columna
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Basilios y Segismundos

Hay pocas cosas más fáciles que atemorizar a quien ya tiene miedo o prometer la libertad a quien se siente encerrado en una mazmorra

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso este 12 de octubre.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso este 12 de octubre.Kiko Huesca/EFE (EFE)
Enric González

El conflicto de La vida es sueño, el célebre drama de Pedro Calderón de la Barca, comienza con una noticia falsa. Por cosas de oráculos y astrologías, el rey de Polonia, Basilio, se convence de que su hijo recién nacido, Segismundo, será un tirano sanguinario y, además, un parricida. La fantasía paranoide de Basilio lleva al encierro del pequeño Segismundo. Éste, en la oscuridad de su mazmorra, desarrolla sus propios delirios paranoicos. La injusticia que padece le convierte en “un hombre de las fieras y una fiera de los hombres”.

Cuando el rey Basilio decide comprobar si Segismundo es, como cree, una bestia malvada, lo saca dormido de la mazmorra y le restituye la condición de príncipe. Evidentemente, Segismundo se comporta como una bestia malvada: no ve más que enemigos y no comprende lo que ocurre. Basilio vuelve a encerrarle. Ambos, padre e hijo, quedan convencidos de que sus fantasías constituyen la realidad.

La vida es sueño acaba bien porque no podía acabar de otra forma. En la vida que no es sueño, sin embargo, Basilio y Segismundo se habrían visto condenados a perpetuarse en el desconocimiento del otro, en el miedo al otro, en el temor eterno. Sus fantasías los habrían llevado a cometer una y otra vez atrocidades perfectamente reales.

En varias sociedades democráticas, un número creciente de actores políticos (dirigentes y ciudadanos) parece sufrir la distorsión mental que caracteriza a Basilio y Segismundo. La paranoia y la incapacidad de distinguir entre hechos y mentiras, la sensación permanente de ser víctimas de una atroz injusticia, envenenan la convivencia. Como en el caso de Basilio, las víctimas de este síndrome piensan que la única tranquilidad posible consiste en encerrar al otro. Como en el caso de Segismundo, convierten la desconfianza y un ansia genérica de venganza en pautas de comportamiento.

El delirio de Basilio y Segismundo como síndrome colectivo ofrece grandes oportunidades profesionales a los cínicos. Gente como Donald Trump, Isabel Díaz Ayuso o, sospecho, la mayoría de los dirigentes de Vox y unos cuantos de Podemos, saben bien lo que hay y lo aprovechan. Hay pocas cosas más fáciles que atemorizar a quien ya tiene miedo o prometer la libertad a quien se siente encerrado en una mazmorra. También sabe bien lo que hay alguien como Pedro Sánchez, capaz de contradecirse a diario sin ningún reparo porque, en fin, “¿qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción”. Dudo de que perviva el cinismo (en último extremo, un síntoma de lucidez) entre los líderes independentistas, que ya son a la vez Basilio y Segismundo, reyes y presidiarios.

Cínicos y oportunistas los habrá siempre. El mayor problema somos los demás. Si el síndrome de Basilio y Segismundo sigue extendiéndose entre nosotros, si nos negamos a distinguir entre la verdad y la mentira, si depositamos nuestra confianza en farsantes redomados, si seguimos aplaudiendo cualquier barbaridad de “los nuestros” (porque es culpa de “los otros”), mereceremos que se nos trate como a imbéciles.

En el drama de Calderón, los protagonistas se redimen con un gesto de clemencia de Segismundo hacia Basilio. En la vida que no es sueño, podría bastar con abrir los ojos y mirar la realidad de frente.

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