Cinco años
A principios de 2015 Trump era un constructor con ‘realities’ televisivos de éxito, y Bolsonaro un diputado del que sus colegas se mofaban


Volvamos la vista atrás. No mucho, solamente cinco años. Pongamos que a principios de 2015. Por entonces, Donald Trump era un constructor cuyos realities televisivos tenían éxito. Jair Bolsonaro era un diputado que había pasado ya por ocho partidos y del que sus colegas se mofaban, pese a la popularidad de sus mensajes incendiarios en las redes sociales. Emmanuel Macron era ministro de Economía en un Gobierno socialista. Giuseppe Conte, hoy primer ministro italiano, era un jurista ajeno a la política. Carles Puigdemont era alcalde de Girona. Manuel Valls, hoy concejal en Barcelona, era primer ministro de Francia. Amanecer Dorado, un partido neonazi ahora ilegal, era la tercera fuerza parlamentaria de Grecia. Podemos, actualmente en el Gobierno de España, carecía de representación en las Cortes.
Ya sabemos que las cosas cambian a veces con rapidez. La pandemia nos lo ha demostrado. Conviene tener presente, en cualquier caso, que las edificaciones políticas, e incluso las institucionales, pueden quebrarse también.
El vertiginoso pasado reciente ofrece algunas lecciones.
Vayamos por la primera: cuando la política se corrompe, se bloquea y se judicializa, se arriesga a la autodestrucción. Es lo que ocurrió en Italia a partir del fenómeno Manos Limpias, en el ya remoto 1992. Todos los partidos se hundieron. Un magnate de la televisión, Silvio Berlusconi, se hizo con el poder. En el presente, las fuerzas italianas más relevantes son un partido fundado por un payaso (Movimiento Cinco Estrellas) y un partido autonomista/independentista del norte devenido en eje de la ultraderecha. Hasta cierto punto, Italia puede permitirse esas cosas sin llegar al colapso. En sociedades menos sutiles conducen al desastre.
La segunda: la descalificación del adversario político y su transformación en enemigo, que históricamente ha concluido en conflictos violentos, tiene como efecto casi instantáneo la desaparición de las formas democráticas. Es decir, lo esencial en una democracia. Ni siquiera un sistema tan abundante en mecanismos de control como el estadounidense resulta eficaz cuando se enfrenta a un caudillo carismático y legitimado por los votos. No hay Constitución que valga cuando una mayoría maneja los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) y puede permitirse laminar los derechos de las minorías, como se comprueba en Polonia o Hungría.
Una tercera lección: los caudillos irrumpen en escena de forma inesperada. ¿Quién apostaba por Trump o Bolsonaro hace cinco años?
Una nota final: los sistemas diseñados para impedir vuelcos políticos no funcionan cuando se produce un vuelco político. Véase el ejemplo francés. Charles de Gaulle estableció un mecanismo constitucional cuyo principal objetivo era el de hacer imposible la llegada al poder de un advenedizo. Ahora el presidente es un señor que en pocos meses fundó un movimiento tecnocrático y ganó por goleada las presidenciales y las legislativas, con la ultraderecha como única oposición.
Pensé que podría resultar útil recordar estas cosas porque en España la política tiende a judicializarse, cunde el odio al rival ideológico y los principales partidos creen que, con sus listas cerradas y su reparto del poder judicial, tienen el asunto más o menos controlado. Y porque todo va muy deprisa y los caudillos de ahora irrumpen de forma inesperada.
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