Confinar la pandemia
En España parece imposible disponer de un ámbito democrático compartido, como ocurre en otros países europeos
Es triste que en España no hayamos conseguido aún crear un espacio público democrático, ni de izquierda ni de derecha, en el que puedan coincidir, y coincidan, los votantes del PSOE, del Partido Popular, de ERC o de Unidas Podemos, del PNV y de Ciudadanos, o simplemente todos los ciudadanos convencidos de que la democracia exige proteger el funcionamiento de sus instituciones. Ha habido muchas ocasiones para observar que sin ese espacio político común resulta muy difícil hacer frente al futuro y a las grandes crisis que periódicamente aquejan a nuestra sociedad, por motivos internos o externos. Se pudo pensar que la aparición de la covid-19, con su impresionante reguero de decenas de miles de muertos y enfermos y con la terrible crisis social que llevará aparejada, conduciría finalmente a los responsables políticos a cerrar y defender ese espacio democrático común, en el que “confinar” la pandemia. Pero ha sido una vana esperanza. En España parece imposible disponer de un ámbito democrático compartido, como ocurre en otros países europeos.
No se conseguirá por la fuerza de ninguna ley, pero sigue siendo algo tan importante que los ciudadanos demócratas no deberían convalidar y dar por olvidada esa necesidad, sino comprender que sigue siendo uno de nuestros problemas más inquietantes. Todavía necesitamos ese espacio y todavía figura en el debe de la democracia española. Es esa carencia la que está en la raíz de tantos problemas actuales y es ella la responsable de que, una y otra vez, agotadoramente, el funcionamiento de las instituciones esté en mitad de la batalla política.
Fue posiblemente durante los primeros 25 primeros años de la transición cuando se estuvo más cerca de lograr ese compromiso elemental. Quizás el último gesto destinado a construir ese espacio común fue la proposición no de ley aprobada sin ninguna voz en contra, por unanimidad, en la Comisión Constitucional del Congreso, en noviembre de 2002, en la que se establecía: “Nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”. Fue también el último intento de apartar la memoria del debate político, donde nunca debió situarse. Y en ese camino la responsabilidad del Partido Popular ha sido y es grande. La izquierda, en esos primeros 25 años, hizo su clara aportación, comprendiendo que no se trataba de compartir la memoria (que es individual, personal) sino de contribuir al espacio público democrático de forma voluntaria y consciente. El Partido Popular renunció rápidamente a ello. Es el PP el que debería sentirse obligado a votar hoy contra la desaparición de los nombres de Indalecio Prieto o Francisco Largo Caballero del callejero de Madrid, simplemente porque fueron miembros de gobiernos legítima y democráticamente constituidos.
El camino recorrido en los últimos veinte años ha ido en dirección contraria. La izquierda se ha acomodado y ha olvidado, encantada, esa tarea y la derecha ha profundizado su rabiosa negativa a aceptar esa responsabilidad. Y así, paso a paso, hemos llegado a esta situación lamentable en la que no existe un espacio democrático compartido ni tan siquiera para hacer frente a una pandemia. Todo entra en una lucha política a garrotazos, nada cae fuera de unas técnicas que tienen como único objeto mejorar la comercialización (o rendimiento electoral) de un “producto”. Se apela a la responsabilidad individual de los ciudadanos mientras los poderes públicos contribuyen a una confusión continua. Desde hace semanas, las autoridades de la Comunidad de Madrid (PP y Ciudadanos), con más habitantes que Noruega o Dinamarca, toman sus decisiones bajo el extraordinario lema “a ver qué pasa”, que tanto éxito tuvo en su día entre las autoridades catalanas. Enredados en debates políticos y jurídicos inexplicables, los residentes en Madrid mantienen sobriamente, como pueden, el acreditado espíritu de resistencia de la ciudad. ¡Bien por ellos!
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