Sorpresa, cariño: he preparado café
Es difícil argumentar con un mínimo de rigor y racionalidad la decisión política de impedir el viaje del Rey a Barcelona
La decisión de tramitar un indulto para los llamados “presos del procés” es una iniciativa política que se puede argumentar con rigor y que, pese a que quizá sea poco popular en muchas zonas de España, es plenamente racional. Por el contrario, impedir que el rey Felipe VI viaje a Barcelona para presidir la entrega de nuevos despachos a los jueces que ocuparán plaza en esa ciudad es también una decisión política, pero no es fácil argumentarla con un mínimo de rigor y racionalidad.
La capacidad de indultar es una de las competencias de los Gobiernos democráticos de casi todo el mundo y pretende en ocasiones dar solución a problemas humanitarios y en ocasiones a problemas de índole política. En el caso de Oriol Junqueras y de sus compañeros, el indulto es una decisión racional para ayudar a hacer frente a un problema político. La ventaja del indulto, además, es que no implica ignorar el reproche penal que mereció la actuación de esas personas. Ese reproche sigue vigente porque el problema con los independentistas no fue, como algunos quieren aducir ahora, que no se pueda lograr la independencia estando en minoría, sino que simplemente, aunque fuera posible, sería antidemocrático. Aun así, hay un gran número de ciudadanos que considera que su larga condena es injusta, lo que plantea un problema político que debe ser abordado. La solución es una medida que está en manos del Gobierno: el indulto. Una decisión plenamente legal y racional.
Cosa diferente es que se vincule la solución de un problema político a la reforma del Código Penal y del delito de sedición. No es una gran idea relacionar un cambio legislativo importante con una cuestión puntual como, por ejemplo, la negociación de unos presupuestos. Una cosa es una decisión política, legítimamente competencia del Gobierno, y otra la reforma de una de las principales leyes del Estado, modificación que requiere una mayoría cualificada del Congreso. El delito de secesión debe seguramente reformularse para encuadrarse mejor en el derecho penal, como afirman destacados penalistas españoles, pero no debería contemplarse como una “salida” para un conflicto determinado.
El Gobierno ha alegado también razones políticas (“proteger la Monarquía”, en palabras del ministro de Justicia) para impedir la presencia del Rey en el acto que el Consejo General del Poder Judicial celebraba en Barcelona. La explicación del ministro plantea dos problemas. Primero, porque, según él, la decisión fue tomada “por quien tenía que tomarla”, una fórmula extraña. No puede haber dudas sobre a quién le corresponde decidir la agenda política del Rey y su presencia en actos oficiales: al Gobierno. Al expresarlo de una manera tan ambigua, lo que hizo el ministro fue justamente introducir un equívoco sobre las capacidades de la Casa del Rey y del propio Felipe VI, algo que ayuda muy poco a la institución.
El segundo problema es la idea de que, ante la posibilidad de que se produzca en Barcelona un incidente de orden público, el Gobierno crea que la mejor manera de proteger al jefe del Estado es suspender el viaje en lugar de disponer los medios para evitar ese percance.
Una vez más, hay confusión entre razón política y razón institucional. Políticamente es posible que al Gobierno no le convenga esa situación, pero eso no tiene nada que ver con la defensa de la institución que, a propósito, es la jefatura del Estado más que “la Monarquía”. De hecho, la misma cuestión se hubiera planteado en el caso de que un presidente de la República fuera a viajar a una ciudad donde un grupo de monárquicos anunciara una manifestación. El jefe del Estado, se supone, viaja por el territorio del Estado. Mezclar razón política alegando razones institucionales va a hacer que acabemos recordando la viñeta del inolvidable Forges: un hombre en una cocina prácticamente destruida que le dice a su recién llegada compañera: “Sorpresa, cariño: ¡he preparado café!”.
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