La importancia de los premios de consolación
‘Ideas’ adelanta un extracto del nuevo libro del sociólogo César Rendueles, ‘Contra la igualdad de oportunidades’. En él, defiende el igualitarismo, de una sociedad en la que se dé a cada persona lo que necesita
Para el igualitarismo profundo la igualdad no es un punto de partida sino un resultado, un objetivo final. La igualdad como punto de partida —"todas las personas somos iguales…" — es o muy limitada o sencillamente falsa. Está relacionada históricamente con la eliminación de los privilegios heredados, con la lucha contra los regímenes absolutistas y sus sistemas de privilegios nobiliarios. Es en ese sentido en el que todas las personas nacemos iguales… ante la ley. Pero la verdad es que las personas no somos iguales. Somos bastante diferentes en algunas de nuestras capacidades, talentos y aptitudes.
El antinaturalismo —es decir, la negación de cualquier influencia de la biología en el comportamiento humano— que domina las ciencias sociales contemporáneas lleva a mucha gente a negar o infravalorar estas desigualdades “de partida” cuando son bastante evidentes: la idea de que todos los niños tienen el mismo potencial para la música, el cálculo, las relaciones sociales o las destrezas deportivas haría partirse de risa a cualquier profesor de enseñanza primaria. Hay niños que son incapaces —y lo serán el resto de su vida— de entonar una melodía sencilla, otros son prodigios del deporte y hay genios sociales capaces de solucionar conflictos con una facilidad pasmosa. Por otro lado, la tesis de que nacemos materialmente iguales y la desigualdad resultante es exclusivamente el producto de las desigualdades heredadas y transmitidas en el proceso de socialización —mejor educación, más recursos económicos…— es equivocada pero, en cierto sentido, carece de importancia que sea así. Pues, de hecho, la mayor parte y las más importantes desigualdades de nuestras sociedades son efectivamente heredadas y transmitidas en el proceso de socialización. Un día mi mujer se tropezó por la calle con un antiguo compañero de educación secundaria. Cuando preguntó qué había sido de su vida y él le explicó que era ingeniero, mi mujer se quedó muy sorprendida, pues en el instituto era muy mal estudiante. Él le respondió con una lucidez y sinceridad muy poco frecuentes: “La verdad es que si tu familia tiene dinero, te acabas sacando la carrera que sea”. No es que la gente con más recursos pague a los profesores para que los aprueben, sencillamente pueden permitirse muchos más tropiezos en el camino. En cifras: en España, el 56% de los niños hijos de profesionales de clase media-alta con notas malas o regulares en la enseñanza obligatoria dan el paso a la educación posobligatoria. En el caso de los hijos de trabajadores manuales sin cualificación, el porcentaje es del 20%.
El problema de la tesis de la igualdad natural es que ofrece una imagen sencilla y tranquilizadora de la equidad. Parece como si el igualitarismo tan sólo requiriera de estrategias simples dirigidas a conservar un estado natural que la sociedad corrompe. Los filósofos y politólogos siempre han visto la libertad como un delicadísimo fruto político cuya conservación requiere de un exquisito mecanismo de relojería basado en una serie de contrapesos jurídicos. En cambio, se ha tendido a entender la igualdad como un estado natural que, a lo sumo, requiere de una poda ocasional. Pero la experiencia histórica muestra que las dinámicas igualitaristas fructíferas exigen de una intervención permanente y sofisticada. La igualdad efectiva sólo puede ser el fruto de la intromisión política, es un producto de la construcción de la ciudadanía y de la democracia cultivada sistemáticamente. El igualitarismo no es un hecho bruto sino una elaboración social sofisticada.
Nadie querría ver una liga de fútbol donde cada fin de semana se enfrentaran el Madrid y el Barcelona
En los años ochenta los ideólogos de Margaret Thatcher difundieron la historia de que algunas escuelas públicas británicas prohibían a los miembros de sus equipos de atletismo ganar más de una carrera al año con el fin de fomentar el igualitarismo y evitar que ningún niño se sintiera agraviado. Sospecho que es una historia falsa pero, curiosamente, me resulta familiar. Cuando era niño formé parte de un equipo infantil de atletismo. Lo entrenaba Rufino Carpena, que de joven había sido un gran atleta.
Carpena nació en el barrio de pescadores de Gijón, comenzó a trabajar a los once años y la leyenda decía que en los años cincuenta su entrenamiento consistía en ir y volver corriendo todos los días a la empresa siderúrgica donde estaba empleado. Como era de esperar, en nuestro equipo infantil siempre ganaban las competiciones oficiales los mismos niños: concretamente, los que corrían más rápido. A final de curso, Carpena organizaba una entrega de premios para nivelar las cosas y que ningún niño se quedara sin medalla. Los premios eran completamente surrealistas, con categorías inventadas: “niña de primer año de benjamines nacida en el primer semestre que no haya faltado a ninguna carrera de campo a través”, y cosas así. Creo que aquella ceremonia tan loca y bastante divertida no sólo era un reparto de premios de consolación para los perdedores, sino que también era una manera de que los ganadores entendieran que la competición es sólo una parte de la práctica deportiva, incluso en un deporte individual como el atletismo.
En realidad, si sólo se trataba de saber quién era el niño que corría más rápido, todo aquel esfuerzo era absurdo: los entrenamientos, los viajes, las carreras en las que participaban cientos de niños… Todo el mundo sabía desde el inicio de la temporada quiénes eran los mejores. Así que la entrega de premios de consolación de aquel equipo de atletismo también servía para decirle a la gente más rápida que, en realidad, tampoco era para tanto y evitar que se le subieran los humos. El resto de los atletas no son una comparsa de los mejores, un decorado pintoresco para que muestren su superioridad. Nadie querría ver una liga de fútbol donde cada fin de semana se enfrentaran el Madrid y el Barcelona. Una final de los cien metros lisos donde nos limitáramos a observar a Usain Bolt compitiendo contra el cronómetro para batir su propia marca sería no sólo aburrida sino sencillamente ridícula.
A menudo me he acordado de aquello leyendo relatos etnográficos porque la contención, que no la eliminación, de los efectos sociales del mérito es un mecanismo ampliamente conocido en muchas comunidades tradicionales. El antropólogo Richard B. Lee ofreció hace décadas un relato paradigmático y muy difundido de algo que ocurre en muchas sociedades arcaicas. Un día observó cómo los miembros de una tribu de Botsuana se reían de un joven que había regresado de su expedición de caza con una pieza particularmente grande que pensaba repartir con el resto de la tribu. Estupefacto, Lee le preguntó a un hombre mayor por qué se comportaban de esa manera:
—Arrogancia —fue su críptica respuesta.
—¿Arrogancia?
—Sí, cuando un joven consigue mucha caza, al final se cree que es un jefe o un gran hombre y piensa que los demás somos sus sirvientes o sus inferiores. No podemos aceptarlo. Rechazamos al que alardea, ya que un día su orgullo lo hará matar a alguien. Así que siempre decimos que su carne no vale nada. De ese modo, le apaciguamos el corazón y lo tranquilizamos.
Por supuesto, hay razones materiales obvias para que las sociedades arcaicas tuvieran bajos niveles de desigualdad material. Cuando la productividad es baja, cualquier acumulación por parte de unos pocos supone una amenaza a la subsistencia de la colectividad. Los aspirantes a supermillonarios tribales se quedarían rápidamente sin nadie a quien explotar porque sus subalternos se morirían de hambre. Pero lo curioso es que muchas comunidades preneolíticas desarrollaron —en distinto grado, por supuesto— limitaciones igualmente intensas por lo que toca a la desigualdad de prestigio y poder, al menos entre los hombres adultos. Entendían que la desigualdad entraña en sí misma profundas consecuencias negativas para una colectividad.
César Rendueles (Girona, 1975) es sociólogo. Este extracto es un adelanto de su libro ‘Contra la igualdad de oportunidades’ (Seix Barral), que se publica el próximo 15 de septiembre.
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