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¿Dónde se guardan los recuerdos?

En cien años de investigaciones no hemos podido ubicar exactamente la memoria. Y es que quizá, simplemente, esta no se encuentra donde creíamos

Un grupo de hormigas en Indonesia.
Un grupo de hormigas en Indonesia.TeguhSantosa/GETTY IMAGES

Las canciones dicen que los recuerdos en el corazón, la ciencia que en la cabeza. Aunque parezca mentira, la cuestión sigue sin resolverse. Para la mayoría de los neurocientíficos, la memoria es una facultad de la mente, y esta se identifica con el cerebro. Los recuerdos quedan depositados allí, aunque seguimos sin conocer los detalles del registro.

La huella del pasado sigue siendo elusiva. Hace ya más de un siglo se lanzó el concepto de engrama, la plancha donde se “graba” lo vivido. El psicólogo Karl Lashley entrenó para hacer tareas en el laboratorio a ratas a las que después lesionaba o extirpaba áreas del cerebro, tratando de comprobar si estaba allí lo aprendido. La sorpresa fue que daba prácticamente igual la zona del cerebro dañada. La memoria parecía estar en todas partes y en ninguna. O estaba deslocalizada y distribuida por todo el cerebro, o bien había que buscarla en pequeñas poblaciones de neuronas y sus moléculas. Los investigadores tomaron el segundo camino. El científico Eric Kandel mostró de forma experimental, en moluscos, que el aprendizaje producía cambios en las sinapsis (la conexión entre neuronas) y recibió por ello el premio Nobel en el año 2000. A partir de ahí, la búsqueda del lugar donde se oculta la memoria prosiguió a nivel celular y molecular.

La idea central de los científicos era que, dependiendo del tipo de actividad que se realice, suceden cambios en la fuerza sináptica de las neuronas en ciertas áreas del cerebro. Es la llamada hipótesis de la plasticidad neuronal. Una opción que da por hecho que tenemos minicopias del mundo dentro de la cabeza, según la analogía del revelado de las cámaras fotográficas. Sin embargo, no basta con explicar cómo se codifican los recuerdos: hay que ver también cómo se organizan, consolidan y, finalmente, son revisitados. No hay duda de que ciertos circuitos neuronales juegan un papel importante a la hora de convocar un recuerdo. La cuestión es que lo que era una hipótesis acabó siendo un axioma.

Desde entonces, si uno no acepta que la mente equivale a la actividad cerebral y que los recuerdos están dentro del cerebro, parece imposible trabajar en neurocencia. Si preguntamos si se han ubicado exactamente los recuerdos, la respuesta es casi siempre la misma: “no del todo, pero están ahí”. Conversando con Randy Gallistel, uno de los expertos mundiales en memoria, le planteamos la posibilidad de que los recuerdos no estén en el cerebro. La respuesta es contundente: resulta literalmente impensable. El planteamiento mismo es anatema y supone abandonar la disciplina. Cualquier idea en este sentido se enfrentará a un fuerte rechazo y, finalmente, a la indiferencia. Aunque en cien años no hemos podido localizar estrictamente en el cerebro recuerdo alguno, se cree que están allí por la sencilla razón de que no podrían estar en ningún otro lugar. Una forma de ganar tiempo es decir que se trata de un proceso distribuido en múltiples neuronas y que estudiar toda la red llevará mucho tiempo y dinero.

Un siglo después, los cazadores de engramas siguen al acecho. Susumu Tonegawa es uno de los más prestigiosos. Activando ciertas neuronas, su equipo afirma haber implantado recuerdos en roedores, experiencias de un miedo que nunca experimentaron, aunque siempre queda la duda de si únicamente han inducido ciertos comportamientos. Algo parecido se ha hecho recientemente en pájaros. Gracias a métodos experimentales de última generación, se pueden activar e inhibir circuitos neuronales con mucha precisión, en vez de extirpar el tejido, como antes. En todo caso, se discute mucho sobre la neurobiología de los engramas, pero poco sobre el planteamiento mismo de la naturaleza de la memoria. Siendo un asunto temporal, ¿puede ocupar un lugar en el espacio?

Los científicos distinguen entre diferentes tipos de memoria. Ya sea en su formación como en su recuperación. Lo métodos mnemotécnicos de la cultura griega o védica tendrían mucho que decir al respecto. La memoria es plural y está ligada a acontecimientos importantes de nuestras vidas. Hay memoria de corto plazo y de largo plazo, episódica y semántica. Cada investigador se especializa en un tipo y busca sus bases neuronales. Algunos casos clínicos arrojan luz sobre el asunto. Cuando falla la memoria resulta más fácil entender cómo funciona, su asociación con las emociones y con el significado de ciertos acontecimientos. Se pueden recordar momentos emocionalmente significativos a pesar de sufrir una grave amnesia.

Como la propia palabra indica, recordar es volver a pasar por el corazón. Para algunas tradiciones antiguas, los recuerdos se guardan precisamente allí. La pregunta es si hay que identificar el corazón con el órgano físico. El cuerpo podría ser algo más que un mero vehículo de la materia gris. Los deportistas y bailarines sienten que sus músculos recuerdan. Los descubrimientos de redes neuronales en el corazón o en los intestinos parecen confirmarlo. Las neurociencias han empezado a desmontar la idea del cerebro como república independiente. Se habla de mente encarnada, embebida y extendida en el paisaje. También de cerebros líquidos, como los enjambres de abejas, hormigas o termitas, que funcionarían como redes neuronales deslocalizadas. Las plantas carecen de neuronas, pero se ha demostrado que pueden aprender y tomar decisiones. Desde esta perspectiva, la memoria y la cognición no serían el monopolio del cerebro, sino que se extendería más allá de la cabeza, incluso en el mundo que nos rodea.

El sueño de localizar el tiempo pasado en el espacio presente sigue vivo. Pero hay otras posibilidades. Quizá sea un error buscar el tiempo en el espacio, encontrar un lugar para la memoria. Quizá la memoria, accesible en todas partes, no esté en ninguna. Esa fue la intuición de Henri Bergson. El filósofo francés cuestionó la costumbre de medir el tiempo con el espacio, como hacen los relojes. El tiempo de los relojes es un tiempo espurio, cuantitativo, no cualitativo. La memoria es fundamentalmente cualitativa y emocional. Cuando el tiempo se reduce al espacio, pierde esas cualidades. Nos faltan teorías de la memoria que vayan en esa dirección. La memoria como una resonancia temporal, en lugar de una inscripción espacial. Tampoco hay que olvidar el olvido, indispensable para la memoria. Sin abstraer, sin olvidar diferencias, es imposible pensar.

Tras más de un siglo de investigaciones, la memoria sigue desaparecida. Si la clave no es el dónde sino el cuándo, cabría plantearse por qué el recuerdo aflora en un determinado momento, y abordar la cuestión de la memoria en sus relaciones con la experiencia presente. Casi siempre el recuerdo lo suscita una sensación: una melodía, un gesto, un tono cromático, permiten revivir el pasado en el presente. Marcel Proust, el gran especialista en el tiempo recobrado, lo sabía bien.

Juan Arnau es filósofo. Su último libro es ‘Historia de la imaginación’ (Espasa). Alex Gómez-Marín es neurocientífico y director del Laboratorio de Comportamiento de Organismos del Instituto de Neurociencias de Alicante.

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