Otra vez el ‘espíritu del 98’
A pesar de la emergencia sirve el ‘dilema del gorrón’: que otro lo haga y se queme en el intento
Al finalizar las vacaciones de cada agosto, una generación de ciudadanos —hoy ya bastante diezmada— tendía a escoger entre dos canciones de sentido opuesto, según la experiencia de cada uno, la optimista (“Cuando llegue septiembre todo será maravilloso”, de Bobby Darin), o la triste (“Melancolía en septiembre”, del italiano Peppino Di Capri). Este año elegirían la segunda muy mayoritariamente. Iniciamos el prólogo de este otoño con una especie de versión contemporánea de la frustración y el pesimismo sobre este país que siguió a la derrota colonial de 1898.
Recuérdese que la pérdida de las colonias españolas de Cuba y Filipinas a finales del siglo XIX provocó un ambiente de derrotismo y desánimo generalizados, quizá porque la sociedad española estaba ensimismada en una atmósfera previa de optimismo artificial (Todo es verdad, Pepa Bueno). Hoy los problemas son de otra naturaleza muy diferente, pero fruto de la nefasta e injusta gestión de la Gran Recesión de 2008 y de la pandemia asesina, casi sin solución de continuidad se ha instalado entre nosotros una suerte de preocupación existencial, sentimiento de angustia, e incluso, en ocasiones, de desconfianza en la razón y de reivindicación de la magia. En poco más de una década hemos pasado de la expectativa de pertenecer a la Champions League de las naciones más ricas a poseer los peores números entre el grupo de países desarrollados en cuanto a los afectados de la covid-19.
Ante esta coyuntura se pueden desplegar en la argumentación al menos tres tipos de circunstancias. La primera, política: estamos bastante desasistidos. No existe una alternativa creíble y poderosa a lo que tenemos (un Gobierno de coalición en minoría), ya que el Partido Popular de Pablo Casado está apoyando su estrategia en el dilema del gorrón: algunos actores racionales tienden a abstenerse de la acción pública colectiva en la medida en que piensan que otros no tendrán más remedio que hacer la parte que les toca (y se quemarán en el intento) para conseguir algún objetivo mutuo y finalmente beneficioso.
La segunda, vinculada con la anterior, es la dilución de las responsabilidades: si todos son responsables (el Gobierno, las comunidades autónomas, los ciudadanos), nadie es responsable. Parecen haberse olvidado de experiencias como las del entonces canciller alemán, Gerhard Schröder, que en 1998, estando desahuciado en unas elecciones, las ganó ampliamente gracias a su liderazgo en unas inundaciones: el líder socialdemócrata se puso al frente de las graves decisiones que hubo que tomar ante las fortísimas riadas en Sajonia, que causaron varios muertos, daños materiales multimillonarios. Y dio la vuelta a las encuestas.
La tercera circunstancia es la necesidad imperiosa de unos Presupuestos Generales del Estado excepcionales. En esta ocasión, la Unión Europea ya ha cumplido a través de los préstamos y transferencias del Fondo de Reconstrucción, de la financiación otorgada para paliar los daños en el mercado de trabajo (por ejemplo, la prolongación de los expedientes de regulación temporal de empleo) y de las compras masivas de deuda por parte del Banco Central Europeo, que han logrado controlar la prima de riesgo. En el año 1898, los escritores de la generación de su nombre propusieron para reaccionar a la anemia colectiva la entrada de nuestro país en Europa (por ejemplo, la tópica frase de Ortega de “España es el problema, Europa la solución”, de 1910). Ahora tocan unos presupuestos que acompañen a la acción europea para elegir buenos proyectos que transformen el modelo productivo y la reanimación del país, y lo que es más importante, que sean capaces de rechazar los malos, como ha reflexionado en este periódico el economista José Moisés Martín.
Existe una emergencia absoluta. No hay tiempo. No conocemos un paisaje tan desolador, con una contracción de la economía de dos dígitos. No puede hacerse realidad, otra vez, el poema de Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda es la de España porque termina mal”. Es incomprensible la división y los vetos cruzados que extienden la desafección a velocidad de vértigo.
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