Christine Lagarde, el arte de crear consenso
La primera mujer gerente del FMI es también ahora la primera en presidir el Banco Central Europeo

El pasado noviembre, recién llegada a la presidencia del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde subió a su cuenta de Twitter una foto en la que aparecía en el castillo de Kronberg, cerca de Fráncfort, rodeada por el Consejo de Gobierno de la entidad: 24 hombres y una sola mujer, ella. La jefa. Nada nuevo para esta parisina de 64 años, que ha roto varias veces ese techo de cristal que aprisiona a las mujeres. Lo hizo en 1999, cuando llegó a dirigir el prestigioso bufete de abogados de Chicago Baker&McKenzie. Y en 2007, como ministra de Economía de Francia en tiempos de Nicolás Sarkozy. Cuatro años después se convertía en la primera directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y en noviembre de 2019, en la primera presidenta del BCE.
Dado que ni inteligencia ni preparación bastan para ocupar puestos que requieren de amplios apoyos internacionales, es razonable preguntarse cuáles son las bazas de Lagarde. Ella, que se jacta de no ser ambiciosa, insiste en que ha tenido la suerte de estar en el sitio adecuado en el momento preciso. Y de haber aceptado sin miedo los retos. Su carácter dialogante y su excelente agenda de contactos han jugado también un papel. A las amistades que hizo como abogada en Chicago —entre ellas la de un tal Barack Obama— hay que sumar las de su etapa de ministra. En especial la de la todopoderosa Angela Merkel, con la que, además de la sintonía ideológica, le une, ha dicho, la complicidad de haber sido las dos únicas mujeres en infinidad de reuniones políticas. Su designación al frente del BCE ha sido interpretada como el contrapeso obligado al de la alemana Úrsula von der Leyen al frente de la Comisión Europea. Una forma de mantener los equilibrios de poder entre Francia y Alemania, países que son, al fin y al cabo, la espina dorsal de una UE que no atraviesa su mejor momento.
Aunque Lagarde no ambicionaba el puesto, no parece tampoco asustada por el reto que representa. Al frente del FMI tuvo que lidiar con las consecuencias de la Gran Recesión y enfrentarse al aluvión de protestas sociales que provocaron los criterios de austeridad impuestos a los países en crisis. Por no hablar del catastrófico rescate financiero a Argentina, el mayor en la historia de la institución. Será por eso que en alguna ocasión se ha quejado de que el FMI es una especie de chivo expiatorio sobre el que convergen todas las críticas de los expertos.
En un inglés perfecto, en una entrevista para Bloomberg TV en vísperas de aterrizar en Fráncfort, Lagarde salía al paso de las críticas que desató su nombramiento (no es economista ni ha estado nunca al frente de un banco), recordando que el puesto requiere más habilidades diplomáticas que experiencia de banquera. Y quizás, también, un esfuerzo de aproximación a los europeos de a pie. “Tiene un interés genuino en que no solo los mercados financieros y analistas económicos comprendan por qué el BCE es esencial en la construcción del proyecto europeo, sino que la mayoría de los ciudadanos sepan qué hacemos y cómo afecta a sus vidas”, dice el vicepresidente de la entidad, Luis de Guindos. “En estos momentos extraordinarios, el BCE, con Lagarde al frente, está garantizando que los Estados puedan financiarse y ayudando a que los bancos sigan dando crédito”.
Y sin embargo, no empezó bien. En su primera intervención, en marzo, Lagarde declaró que el BCE no estaba para reducir la distancia entre las primas de riesgo. Las bolsas, ya tocadas, bajaron unos cuantos enteros, y tuvo que rectificar de inmediato. Debió de ser un trago amargo para la flamante presidenta. En casos así suele apretar los dientes y sonreír, como le aconsejaba el entrenador del equipo francés de natación sincronizada de su adolescencia. Sigue nadando por afición, ahora en el Mediterráneo de Marsella, donde vive su pareja, el empresario Xavier Giocanti —Lagarde, de nacimiento Lallouette, usa el apellido del padre de sus dos hijos, de quien se divorció hace años—. En Fráncfort ocupa la residencia oficial que le corresponde como presidenta del BCE: una de las ventajas del puesto por el que percibe unos 400.000 euros anuales.
Hija de profesores universitarios, su relación con EE UU (fundamental en su vida) empezó a los 16 años, cuando recibió una beca para estudiar en Maryland. Tras graduarse en Derecho en París y hacer un máster en Ciencias Políticas se incorporó al despacho Baker&McKenzie, primero en la sede francesa y luego en Chicago. Es admirada en Francia por sus éxitos americanos —dirigir el bufete estadounidense le valió la Legión de Honor, y una notoriedad que le abriría las puertas del Gobierno— y en EE UU por su formación y su dicción en inglés. Puede decirse que ha triunfado a ambos lados del Atlántico.
Aunque no todo han sido aplausos. En 2016, la justicia francesa la consideró culpable de negligencia por no recurrir, como responsable de Economía, el arbitraje que otorgó 400 millones de euros de dinero público al empresario Bernard Tapie, amigo de Sarkozy. No llegó a ser condenada penalmente. Más gratificante ha sido su paso por el FMI, que ha hecho de ella todo un icono, reconocida y fotografiada allá donde va. “Es algo muy agradable que alimenta mi ego para los malos tiempos”, decía en una entrevista hace un par de años. Una reserva de autoestima que va a necesitar en Fráncfort.
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