Ver el mar
Hay algo en la inmensidad, en lo colosal, que hace sentirse bien al pensar que uno es poca cosa. Qué raros somos
El 65% de los españoles, según el CIS, no se va de vacaciones. Pero no es lo mismo decir eso en Cádiz o San Sebastián que en Madrid o Cáceres. Allí no tiene tanto mérito, lo duro es pasar el verano en Getafe. El CIS podría indagar en el drama preguntando: ¿usted necesita ver el mar? Muchísima gente lo necesita, lo dice con ansia, como si figurara entre los productos esenciales de la cesta de la compra. Tan real como el Producto Interior Bruto, si es que eso existe de verdad. Pero la mayoría se bloquearía si les preguntaran por qué necesita ver el mar. Ni siquiera bañarse, solo verlo. Se sonríe, se cierran los ojos, se habla de respirar, de limpiar la mirada.
Hay algo en la inmensidad, en lo colosal, que hace sentirse bien al pensar que uno es poca cosa, todo pierde importancia y se hace liviano. Qué raros somos, la verdad. Tan contradictorios que solo en las contradicciones nos reconocemos, porque en la vida diaria tendemos a la simplificación, y no digamos nuestros políticos, y eso deja mal cuerpo, una sospecha de farsa. Ver el mar recuerda cómo están las cosas, y de un vistazo, aplastante, liberador. Delante del mar te desnudas, no lo haces con cualquiera. En la orilla se acaban las tonterías, se disuelven con las primeras olitas que acarician los dedos de los pies. El mar es ondulado como la luz y el sonido, la realidad misma, y aquí estamos, además, esperando una segunda oleada de una epidemia. La playa tiene algo de principio y fin, evoca el privilegio de estar vivo.
Ver el mar es una necesidad inexplicable, de las pocas espirituales que no han perdido prestigio. Se vuelve uno un poco animal, supersticioso, como con el fuego, con todo lo amenazador, con un virus invisible. Con el cielo el efecto es parecido, pero claro, como siempre está ahí pues no lo ves, ya ni miras. Si solo hubiera cielo en algunos sitios también iríamos a verlo y decir: oh, qué grande, qué azul, y quedarnos pensativos. Lo hacemos de noche, cuando el cielo no está y deja ver otras profundidades, verticales.
Es curioso que quien nace junto al mar tiene, o presume de tener, una relación más personal con él, más que los que nacieron lejos y lo encuentran después. Los toman por advenedizos o intrusos, casi celosos porque él lo conocía de antes. Cree que no pueden comprender lo que se siente al alejarse de él, incluso solo de ese mar concreto de su pueblo cuando vive en la costa pero en otro lugar. Luego está ese tipo de personas que tras bañarte siempre te pregunta cómo está el agua.
Ver el mar es en el fondo el único propósito serio de algunas vacaciones, como a veces de una excursión (hala, vamos a ver el mar): basta verlo y ya está, te quedas contento. Al emprender viaje, dices a los niños que a ver quién lo ve primero y saliendo de Madrid ya estiran el cuello, aunque queden cuatro horas, escrutando los tejados de los polígonos. Hasta que por fin se divisa una luminosidad distinta en el horizonte, como si estuviera a punto de ocurrir algo, y de repente lo ves, una franja azul, una esquinita brillante, como un tesoro.
En 1968 hallaron en Paestum, al sur de Nápoles, una de las pocas pinturas griegas que nos han llegado, del año 470 antes de Cristo: un hombre se zambulle de cabeza en el agua desde un trampolín. Es una figura solitaria, aérea, que se lanza al vacío con gracia en un dibujo misterioso. Siempre fascina, hasta que te dicen que es la lápida de una tumba. Entonces te quedas mirando todavía más rato, embobado, como un enigma, como al mar.
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