Juan Guaidó, el hombre de la transición frustrada
El entusiasmo por el líder venezolano, considerado presidente interino por más de 50 países, se resquebraja
Un chapuzón entre pescadores. La imagen quedó grabada como la bienvenida de Juan Guaidó a Margarita. Tras recorrer en lancha los poco más de 20 kilómetros que separan la costa de Venezuela de la isla —hace tiempo conocida como “perla del Caribe” y hoy símbolo del declive del país—, el rival de Nicolás Maduro se entregó a un fin de semana frenético, repleto de actividades y mítines. Su caravana, de cuatro o cinco vehículos, visitó el litoral bajo la vigilancia de unos hombres que se desplazaban en taxis algo destartalados y sin matrícula. Esto es, agentes del Sebin, el Servicio Bolivariano de Inteligencia. En cada acto Guaidó repitió una frase que ya se había convertido en un eslogan de la oposición al régimen chavista: “El momento es ahora”.
Desde ese viaje, presenciado por EL PAÍS, ha pasado casi un año. Y ese momento decisivo, que aludía a una caída del Gobierno y al comienzo de una etapa de transición, no ha llegado. De hecho, parece estar cada día más lejos. Maduro no ha perdido nunca el control de las riendas del Estado y, con la salvedad de un goteo de deserciones, algunas de ellas significativas, tampoco de las Fuerzas Armadas. Aunque más de 50 países siguen reconociendo a Guaidó como presidente interino —en virtud de una interpretación de la Constitución que tras las elecciones de 2018 descalifica al sucesor de Hugo Chávez por supuesta usurpación—, su poder no ha pasado de ser estrictamente simbólico, al menos dentro de Venezuela. Y si su principal patrimonio, el respaldo internacional, todavía no peligra, sí ha empezado a resquebrajarse el entusiasmo de sus valedores, con Estados Unidos a la cabeza.
El líder opositor era un desconocido diputado de Voluntad Popular, el partido de Leopoldo López, cuando a principios de 2019 se convirtió en jefe del Parlamento. Las fuerzas críticas con el chavismo, que dominan la Asamblea Nacional desde 2015, pactaron un sistema rotatorio para turnarse al frente del Poder Legislativo. Y el año pasado le tocó a Guaidó, un joven político de 35 años elegido por consenso, que de repente tuvo que hacerse cargo de las expectativas de cambio de millones de personas. El 23 de enero, un día emblemático en Venezuela al conmemorarse la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, se proclamó presidente encargado en medio de una multitudinaria movilización. Pero el primero en anunciar ese paso fue, horas antes, el vicepresidente estadounidense, Mike Pence.
Trump ha insinuado que duda del papel de Guaidó y que no descarta incluso reunirse con Maduro
En Caracas se respiraba entonces un clima de giro inminente alentado principalmente por Washington. Sin embargo, hoy las dudas sobre esa estrategia cunden incluso en la Casa Blanca. El mismo Donald Trump las manifestó hace una semana en una entrevista con el portal Axios. “Yo no estaba necesariamente a favor, pero a alguna gente le gustaba, a otra no. No creo que fuera muy significativo de una o de otra manera”, afirmó. El presidente, que además se dijo dispuesto a reunirse con Maduro, matizó al día siguiente sus palabras y aseguró que el único objeto de una cita sería debatir la salida del poder. Su Administración tuvo que aclarar también que el apoyo a Guaidó sigue intacto.
Con todo, esas reflexiones sembraron inquietud en el entorno del líder de la oposición. Para empezar, porque la confianza de EE UU es su principal escudo ante el acoso de la justicia venezolana. El temor a una reacción de Washington más allá de la escalada retórica ha impedido, por el momento, su detención. El recién publicado libro del exconsejero de Seguridad Nacional John Bolton añade leña al fuego: el autor atribuye a Trump calificativos impropios de un aliado, como cuando lo llama “crío”, preocupado por su inexperiencia. La realidad es que, pese a la catastrófica gestión económica de Maduro, la destrucción de los servicios públicos, las sanciones impuestas al Gobierno y el impulso internacional de la oposición, Guaidó no ha logrado su objetivo y atraviesa por su etapa más difícil.
El estancamiento ha alimentado el malestar popular por las expectativas frustradas, la resignación, los cada vez peores datos de los sondeos. A eso se añaden errores operativos, como el intento de introducir ayudas a través de la frontera con Colombia, lo que acabó en una batalla campal. Y la ambigüedad de un discurso que ha oscilado entre la posibilidad de diálogo con el chavismo, la dependencia de la Casa Blanca y la amenaza de una intervención militar. “Tenemos que evaluar todas las opciones” o “Todos los escenarios están abiertos” son otras de las fórmulas habituales que reflejan las dificultades estructurales de liderar la oposición al chavismo, un frente ideológicamente muy amplio en el que se mezclan sectores progresistas y posiciones de derecha radical. Guaidó ha intentado contentar a todo el mundo. Le funcionó internamente mientras todos vislumbraban una transición. Pero también perdió el control de algunos grupos. El disparatado intento de incursión marítima de principios de mayo en dos playas próximas a Caracas, del que se ha desvinculado rotundamente, dejó muy tocado su liderazgo, que ahora trata de reflotar con actividades parlamentarias y nuevas convocatorias. Mientras tanto, el Gobierno de Maduro aprovecha para cultivar una de sus habilidades: culpar a la oposición de todos los males de Venezuela al tiempo que socava su representación.
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