¿Es ser feliz un derecho?
Estados Unidos y Europa entienden de formas distintas quién es responsable de nuestra satisfacción, explica el académico Santiago Muñoz Machado en su último libro
He aquí, en definitiva, el diferente carácter de la sociedad europea y la americana, y la diversa concepción del Estado y su relación con los derechos que explican que un mismo enunciado constitucional, el derecho a la felicidad, se desarrolle de una manera distinta en uno y otro lado del Atlántico. En Estados Unidos la felicidad es un derecho que corresponde satisfacer a cada individuo. El Estado ha de garantizar un marco estable y seguro de convivencia que lo permita, pero no ha de asumir políticas públicas asistenciales para llevar a los ciudadanos el bienestar que no consigan por sus medios.
En países como Francia y España también la felicidad es un derecho individual y su satisfacción corresponde en primer lugar a cada persona con su propio esfuerzo. Pero desde el principio del constitucionalismo se entendió que el bienestar era un componente esencial de la felicidad y que el Estado debía organizar servicios que lo aseguraran ofreciendo prestaciones directas a los ciudadanos. Especialmente en caso de falta de recursos o de incapacidad o imposibilidad personal de subvenir a las propias necesidades. Durante el Antiguo Régimen, organizaciones religiosas o privadas de diverso carácter se habían ocupado de cubrir esas necesidades (aunque no satisfactoriamente como hizo ver la radical crítica de los escritores ilustrados), hasta que su abolición determinara la extinción de los cuerpos intermedios de naturaleza asociativa y el Estado, consecuentemente, hubiera de hacerse cargo de esa herencia y mejorarla.
El gran abate de Fréjus, Emmanuel Sieyès, fue, una vez más, el primero en percatarse del enorme cambio político que la Revolución estaba trayendo a Francia. No se trataba, decía, de que el Estado protegiera la libertad individual, sino también de que hiciera posible que los ciudadanos extrajeran todos los beneficios de la asociación política que incluía su derecho a obtener protección y asistencia públicas.
La bifurcación de las concepciones del derecho a la felicidad y el bienestar en Europa y América empezó a hacerse más manifiesta desde que la segunda Declaración Francesa de Derechos, la de 1793, añadió dos derechos sociales básicos que no figuraban en la de 1789: la asistencia social y la instrucción pública. Muchos parlamentarios justificaron en la Asamblea el cambio de la misma manera, con idénticos argumentos, que Sieyès. El artículo 21 de la mencionada Declaración de 24 de junio de 1793 recordó que los secours publics, los socorros públicos, eran una deuda sagrada y que la sociedad debía asegurar la subsistencia a los ciudadanos desafortunados.
El Decreto de 16-24 de marzo de 1793, en relación con la nueva organización de los secours publics, fue la primera norma votada bajo la Revolución en materia de asistencia y reflejó concepciones que dominaron la Asamblea constituyente y legislativa. Su ponente, el diputado por Aveyron Jean Baptiste Bô, expuso los criterios para el reparto más igualitario de la asistencia. Las fechas coinciden con la época más radical de la Revolución, en pleno período jacobino, cuando junto a los valores de libertad e igualdad empezó a invocarse la fraternité atribuyéndole un contenido bastante más confuso que a aquellos dos derechos. En todo caso, es en nombre de la igualdad por lo que el Estado se hace cargo de la asistencia y de los servicios básicos de instrucción pública.
En España el proceso siguió idéntica justificación que en Francia y alcanzó los mismos resultados. El gran cambio, la operación de sustitución de la Iglesia en los servicios asistenciales y educativos trasladándose a las administraciones públicas su titularidad, se proclamó en el artículo 321 de la Constitución de 1812, en el marco de uno de los debates parlamentarios más brillantes de las Cortes constituyentes. Y sus principios se hicieron efectivos en aquellos primeros años constitucionales, a través de la legislación municipal, en concreto mediante la regulación esencial de esos servicios en la instrucción para el gobierno económico y político de las provincias de 23 de julio de 1813.
La felicidad, pues, en horquilla, bifurcada y siguiendo caminos diferentes aunque partiendo de declaraciones de derechos aparentemente iguales desde principios del siglo xix. En Norteamérica se optó por una interpretación individualista y en Europa por una concepción solidaria del mismo derecho. Al principio para dar cobertura y asegurar la protección de los ciudadanos desvalidos, más tarde, al cabo de los años, para fundar, con el antecedente de esa misma ideología, aunque enriquecida con un nuevo pacto social urgido por el desarrollo de la industrialización y el capitalismo, el Estado de Bienestar.
Los dos desarrollos posibles de la idea de felicidad, la americana y la europea, son difíciles de unificar. A veces cuando se plantea el problema de la sostenibilidad del Estado de Bienestar a medio plazo, algunos críticos miran las soluciones liberales extremadas como única solución de futuro y recuerdan, como si fuera un asunto nuevo, que la búsqueda de la felicidad, entendida como bienestar, es asunto de carácter estrictamente individual. A finales del siglo XX, cuando estaba en pleno auge la formación del mercado europeo, muchos temieron que las libertades económicas y la lógica de la competencia arrasarían los servicios públicos de carácter social. Las instituciones europeas salieron reiteradamente al paso de ese temor publicando declaraciones sobre los servicios públicos en Europa en las que se aseguraba su compatibilidad con el modelo económico. En una de las primeras, la de 26 de septiembre de 1996 (cuyo contenido ha pasado a otras sucesivas y ha quedado consagrado en términos de principio en el artículo 36 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea de 2000), se reconoce que la solidaridad y la igualdad de trato en el contexto de una economía de mercado abierta y dinámica constituyen objetivos fundamentales de la Unión y que “los servicios de interés general están en la base del modelo europeo de sociedad... suponen un elemento de identificación cultural para todos los países europeos...”. Esta cultura, como ha escrito Peter Häberle, se ha ido formando desde la Declaración de 1789 que no sólo ha servido como parámetro de Constituciones posteriores sino que representa también una garantía cultural del statu quo con determinados contenidos irrenunciables para el estado liberal (Libertad, igualdad, fraternidad. 1789, historia, actualidad y futuro del Estado constitucional. Prólogo de A. López Pina, Trotta, 199).
No obstante, sin quitar importancia a la Declaración, es pertinente matizar, como ya he hecho, que confirió rango constitucional a ideas nacidas en el Siglo de las Luces.
Los mismos temblores que generó la obsesión por la liberalización de los mercados han producido en los últimos años las severas políticas de austeridad implantadas por muchos Estados europeos a consecuencia de la crisis financiera que estalló en 2008. Pero, de nuevo, y a pesar de las mermas que han sufrido algunas prestaciones sociales, la ideología del Estado de Bienestar ha resistido incólume.
Son difíciles los pronósticos acerca de los ajustes que serán imprescindibles a medio plazo y sobre si será inevitable una reducción de la intensidad con que, hasta ahora, el Estado ha venido ocupándose en Europa de la felicidad de los ciudadanos. La crisis económica ha evidenciado que la cuestión rebasa la soberana capacidad de decisión de los Estados.
Santiago Muñoz Machado es catedrático de Derecho Administrativo, miembro de número de la Real Academia Española y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Este texto es un adelanto editorial de ‘Vestigios’ (Crítica), que se publica el 9 de junio.
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