La lección que Holanda sí puede dar a Europa: así vació sus cárceles en años de crisis económica
Los Países Bajos han reducido casi a la mitad su número de reclusos en 15 años, incluidos los de la Gran Recesión de 2008. La prisión puede ser más cara que eficaz
La aprobación de un salario mínimo reduce el número de presos. Si la frase le parece demagógica, antes incluso de saber que no es una propuesta política, es probable que usted se sienta cómodamente representado por el consenso y la retórica de mano dura que ha llevado la tasa de encarcelamiento española muy por encima de la media europea. Si usted es británico, quizá sepa que la relación entre el salario mínimo y la disminución del crimen se constató empíricamente en ese país en 2002 (aunque allí también laboristas y conservadores siguieron apostando por la mano dura). Pero si antes de pronunciarse se ha preguntado cuánto cuesta mantener a un preso —en España, 2.000 euros al mes—, quizá sea usted holandés.
La comparación entre la eficiencia holandesa y la retórica del resto de Europa puede parecer provocadora en tiempos de coronavirus —la postura del Gobierno de Mark Rutte contraria a la mutualización de la deuda reabre heridas—, pero conviene pensarlo dos veces. Todos los Estados, hasta los que más quieren a sus ciudadanos, “tienen recursos finitos en tiempo y dinero para protegerlos”, como dice Daniel Kahneman en Pensar rápido, pensar despacio (Debolsillo, 2012) sobre los padres que deben optimizar la inversión en la seguridad de sus hijos. “Y parece razonable emplear esos recursos de manera que encuentren la mejor utilización”, añade Kahneman, el primer psicólogo en ganar el Nobel de Economía (en 2002).
Además, en 2005, Holanda todavía se codeaba con España y el Reino Unido como los tres países con mayor tasa de encarcelamiento de la Unión Europea. Entre 2006 y 2016, sin embargo, el primero redujo su población carcelaria casi a la mitad —un 46% menos—. Una evolución “asombrosa” y “sin comparación” en Occidente, según una investigación de Miranda Boone y dos académicos holandeses más. La tasa actual de Holanda es de 54 presos por 100.000 habitantes, frente a 127 en España y 142 en el Reino Unido (datos del Consejo de Europa de 2018). En España hay unos 59.000 presos actualmente y el presupuesto penitenciario ronda los 1.200 millones de euros anuales.
La delincuencia también se ha reducido en Holanda, pero eso no explica la diferencia. En los países vecinos, España incluida, también ha bajado. Y solo Holanda ha cerrado más de 20 cárceles. Otras las alquila a Francia, Bélgica o Noruega, que buscan así descongestionar sus prisiones. Y las que no cierran ni alquilan, las transforman en centros de acogida. O en hoteles.
“Es un fenómeno extraordinario”, cuenta por teléfono la socióloga Saskia Sassen. “Es como un concepto nuevo, casi podría decir que se lo inventaron como noción. ¿Por qué un país necesita tener prisiones?”, añade Sassen, profesora en la Universidad de Columbia (EE UU) y premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2013. “Hay alternativas a ese concepto establecido que tenemos de ‘prisión”, añade Sassen, holandesa de origen, pero que vive y trabaja por todo el mundo.
Tan extraordinario como el resultado es que lo han hecho de espaldas al teatro político y la polarización
Tan extraordinario como el resultado es que lo hayan hecho de espaldas al teatro político. En Holanda el populismo nacionalista también ha usado el miedo como argumento y el debate no ha estado menos polarizado. La reducción de los encarcelamientos solo se puede explicar atendiendo a la autonomía que otros actores clave del sistema, de policías a trabajadores sociales y en particular fiscales y jueces, tienen respecto del escenario político.
En Holanda no existen penas mínimas para los delitos. ¿Se imaginan que los jueces españoles pudieran ellos mismos fijar las penas de los delitos según el caso y sin mínimos fijos? ¿O que los fiscales decidieran imponer una multa al delincuente en lugar de llevar su caso ante el juez? “Los holandeses confían en sus jueces”, explicaba Ybo Buruma, profesor de Derecho Penal en una charla TED: “Confían en los jueces más que en los políticos”.
Salvado el periodo entre 1990 y 2005, los Países Bajos siempre han estado a la vanguardia penitenciaria con un sistema rehabilitador y tolerante. El sociólogo británico David Downes comparó el sistema penitenciario de Holanda con el de Inglaterra y Gales en una obra seminal, Contrasts In Tolerance. “Los holandeses son más perspicaces a la hora de tirar de políticas basadas en la evidencia”, cuenta por teléfono Downes, catedrático emérito de la London School of Economics.
A partir de los años dos mil, con la ‘tolerancia cero’ exportada por Estados Unidos en el pico de su prestigio, en Holanda hubo “criminólogos, profesionales y funcionarios que trabajaban al nivel de [la implementación de] las políticas que empezaron a darse cuenta” de que ese enfoque no era sostenible, según Downes. En 2004, el jurista Ybo Buruma analizó cómo la mano dura había provocado una “miniaturización” de la lucha contra el crimen. La cosa daba grandes alegrías estadísticas, pero restaba eficacia frente a la delincuencia más grave. El argumento fue secundado por el Tribunal Supremo y el Consejo de la Judicatura [equivalente al Consejo General del Poder Judicial español], anticipando quizá el cambio de tendencia, según René van Swaaningen, profesor de Criminología de la Universidad Erasmus.
Para entonces, los fiscales habían aumentado sus poderes discrecionales. Desde 2001 pueden imponer trabajos en favor de la comunidad como condición para llegar a un acuerdo judicial con el acusado. A partir de 2006 pueden directamente resolver un caso, imponiendo también multas, sin la intervención de un juez, lo que redujo el número de casos vistos por los tribunales (y, por tanto, factibles de acabar con una pena de prisión). “En un porcentaje relativamente alto de casos, el fiscal no remitió el asunto al tribunal ni reclamó la imposición de un castigo por parte del juez”, según la investigación más reciente (‘Explicando el colapso del encarcelamiento en Holanda: examinando las teorías’; Miranda Boone y otros, 2020, versión en inglés).
La inexistencia de penas mínimas amplía decisivamente la independencia judicial. “La gran mayoría de presos en Holanda son condenados a penas de prisión cortas. La mitad entran y salen de prisión en un mes”, según la investigación de Boone. Además, los jueces pueden decidir juzgar a un mayor de edad de hasta 21 años como si fuera menor, en función de su madurez; o imponer restricciones de movimientos por zonas, gracias a un sistema de monitoreo electrónico.
“El acento está más puesto en el crimen organizado del tráfico de drogas, el gran fraude de cuello blanco…, pero la criminalidad callejera ya no se castiga tanto con la cárcel”, explica Van Swaaningen desde Róterdam. “Las cárceles son para los delitos graves; los pequeños delincuentes, y sobre todo los jóvenes, no van tanto a prisión”, dice. Los programas de prevención —que detectan potenciales infractores en situaciones de fracaso escolar, deudas, etcétera—, así como los de rehabilitación —que se desarrollan “fuera de las cárceles, no dentro”, añade—, son también importantes.
El británico Downes está convencido de que es una “filosofía”, una manera de hacer las cosas, la que explica las diferencias. De su trabajo emerge una conclusión: los jueces holandeses consideran la cárcel la forma más cara de rehabilitación social y la que peor funciona. “La política penitenciaria en Holanda siempre ha estado más influida por argumentos relativos a la gestión que al castigo. Por lo general, si algo es más útil, se usa”, concluye el criminólogo Van Swaaningen.
El asesinato de lo real
Históricamente, la tolerancia holandesa ha despuntado en la religión, el consumo de drogas, el matrimonio homosexual (el primer país del mundo en aprobarlo) o la eutanasia, entre otros campos. Uno de sus hijos, Ian Buruma, volvía a casa para certificar su defunción (multicultural). Y de hecho en materia penitenciaria llevaba desterrada más de una década. Al año siguiente del asesinato de Van Gogh, Holanda aparecía entre los países con mayor tasa de encarcelamiento de Europa.
Tres acontecimientos habían catalizado el “clima social” de aquel tiempo carcelario: “El ataque a las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, el asesinato del político y líder populista Pim Fortuyn por un ecologista radical [holandés] en 2002 y el asesinato del director de cine Theo Van Gogh [...] en 2004”, según The Road to Distopia, un artículo de referencia en la materia. La explicación de la delincuencia como un fenómeno del “otro”, resultado de la infiltración de una quinta columna inmigrante en la sociedad, era solo una de las caras de la construcción simbólica del problema. La solución aparentemente realista parecía cantada: el número de presos iba a seguir creciendo.
Pero ocurrió lo contrario: entre 2006 y 2016, la población carcelaria se redujo casi a la mitad (un 46% menos). El mayor peso de la experiencia y la actuación de los profesionales frente al simbolismo de la opinión política y mediática reveló una dinámica distinta. “Los líderes de opinión y los líderes políticos siempre ven un caso como ejemplo de una tendencia mayor”, explicaba el profesor Ybo Buruma, pariente del periodista, en una charla TED. “Pero los jueces nunca lo hacen. Ellos piensan en términos de qué es específico de la situación. ¿Qué ocurrió realmente? ¿Cuál era la ley a aplicar en ese momento particular? Por eso al juez no le interesa la imagen de conjunto.” De los dos Buruma, Ian, el periodista de fama internacional y Ybo, el profesor universitario de derecho Penal, es evidente quién ha sido más influyente fuera de Holanda (Mario Vargas Llosa escribió en este periódico que su reportaje se leía como una novela). Y quién lo ha sido dentro.
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