¿Qué inteligencia artificial?
La oportunidad de Europa en IA es ser una alternativa conceptual a la que promueve China y EE UU
La inteligencia artificial (IA) hace tiempo que vino para quedarse con nosotros. Lo hizo cuando la humanidad fue capaz de crear artefactos que ampliaban las capacidades relacionadas con el desarrollo de nuestra inteligencia biológica. Entonces, como ahora, fue la consecuencia de una serie de acciones técnicas que los seres humanos afrontamos de forma deliberada. Esto sucedió, primero, en la industria, allá por la década de los ochenta del siglo pasado. Después, en los noventa, las estrategias revolucionarias de aprendizaje automático (AA) permitieron el salto que ha hecho posible a la IA gestionar eficientemente grandes masas de datos y hacer evolucionar los algoritmos en este campo.
Hoy, la realidad ha desbordado positivamente las previsiones de aquellos años. Hasta el punto de que no podríamos entender ninguno de los extraordinarios progresos económicos y sociales que han cambiado nuestra vida individual y colectivamente desde principios de los dos mil hasta nuestros días sin la concurrencia de procesos de IA. No solo porque hacen posible nuestros smartphones y las apps que utilizamos constantemente, sino porque están, sin duda, detrás de los avances en tecnologías de propósito general, investigación e innovación, medicina, movilidad, crédito, sostenibilidad, seguridad y alimentación vividos por la humanidad en los últimos años. De hecho, la viabilidad competitiva de las empresas e, incluso, de los países está subordinada de facto a la estrategia que marque el uso progresivo de la IA en la toma de decisiones que acompaña la gestión de los asuntos privados y públicos.
A partir de estas premisas sobre sus impactos positivos, estamos ante la encrucijada de decidir qué IA queremos seguir desarrollando. Nos adentramos en un escenario en el que las externalidades negativas que puede liberar la IA si no se desarrolla dentro de un marco regulatorio adecuado puede llevarnos a la distopía, la exclusión y la desigualdad. Especialmente cuando se dibuja en el horizonte la hipótesis de desarrollar una IA general (IAG) que produzca algo parecido a una “yoidad”. Esto es, una inteligencia no biológica capaz de crear y, también, de comprender el marco en el que se desenvuelve.
Es cierto que, hasta el momento, ninguna máquina tiene esta capacidad. Sin embargo, no hay que descartarla en el futuro a pesar de que no se sepa aún cuál puede ser la ruta exploratoria que, en el ámbito de la investigación, nos lleve finalmente hasta la aparición de un ente maquínico autoconsciente. Y aunque el debate científico está abierto al respecto, tal y como Max Tegmark ha cartografiado, no cabe duda de que el viaje hacia la IAG, se alcance o no, provocará un progreso extraordinario. No solo en las capacidades asociadas a la IA, sino en los avances a los que llevará la aplicación práctica de la investigación que se impulse en este campo. Si los logros conseguidos estos años nos han traído hasta aquí, las inversiones públicas y privadas que se están haciendo ya y que se anuncian para el futuro en IA podrán conducirnos hacia cambios disruptivos inimaginables. No solo en el ámbito de la economía, sino también en la política y la propia sociedad. Algo que refuerza, precisamente, la urgencia de decidir qué IA queremos impulsar y con qué propósito.
La importancia de la IA es tan decisiva que la guerra mundial que libran Estados Unidos y China gira en torno a la investigación sobre ella. Cerca de 14.000 millones de dólares anuales dedican los norteamericanos y alrededor de 10.000 los chinos. Cifras que desbordan la capacidad europea, que, según las previsiones más optimistas, lograría números parecidos en 2022. Con todo, el esfuerzo de Europa no es solo económico y de coordinación, sino regulatorio y de sentido. Un esfuerzo que contrasta con Estados Unidos y China, que eluden cualquier aproximación humanística y ética. En este sentido, la oportunidad de Europa en IA es ser una alternativa técnica pero también conceptual a la que promueven chinos y norteamericanos. Lo demuestra el Libro Blanco sobre IA que el pasado 19 de febrero aprobó la Comisión Europea. En él se diseña una IA con bases éticas, basada en la confianza de las personas y enmarcada dentro de un contexto regulatorio centrado en el ser humano. Una propuesta que busca perfeccionar la democracia y el mercado sin renunciar a la autonomía responsable de los ciudadanos y de los consumidores y usuarios.
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