El final del actor intenso: por qué el público ya no ama a las estrellas capaces de todo por un papel
Jeremy Strong, que acaba de terminar la alabada temporada 3 de ‘Succession’, ha protagonizado un polémico reportaje que cuestiona sus métodos actorales, los mismos que llevaron a Robert de Niro, Dustin Hoffman o Daniel Day-Lewis a la gloria pero no se admitían en una mujer
Nadie sabía mucho de Jeremy Strong, el actor que interpreta a Kendall Roy en Succession, hasta hace unos días, cuando se publicó un perfil explosivo sobre él en The New Yorker. El periodista Michael Schulman pasó seis meses siguiendo al actor por tres países distintos, hablando con decenas de personas que lo conocen bien –entre ellas, Matthew McConaughey– y trazó un retrato que algunos han juzgado como demasiado duro. Varios amigos del actor, como Jessica Chastain, Aaron Sorkin y Anne Hathaway se han movilizado en su defensa, algo que quizá haya podido tener el efecto contrario. No hay más que ver los memes que se han hecho con la nota de Sorkin.
Algunos fragmentos especialmente jugosos del texto han ido corriendo en forma de pantallazos: que Strong se llevó su propio molinillo de café en un viaje a Italia, que cuando estaba arruinado solo tenía prendas de ropa de Prada y Costume National, que en el rodaje de El juicio de los 7 de Chicago le pidió a Aaron Sorkin que le rociasen con auténtico gas lacrimógeno –había 120 extras en la escena, así que Sorkin le dijo que no–, que vivió tres años sin pagar alquiler en el sótano de Michelle Williams, que ha sufrido al menos dos lesiones interpretando a Kendall debido a su compromiso con llevar la actuación hasta el final, que cita a Dante y a T.S. Eliot con frecuencia, que sus compañeros no lo soportan, sobre todo Brian Cox (Logan) y Kieran Culkin (Roman) y que, en resumen, Strong es un tipo que se toma muy en serio su trabajo y a sí mismo.
“En algún punto entre Daniel Day-Lewis ganando el Oscar por Mi pie izquierdo y Jared Leto enviando a mis compañeros de El escuadrón suicida condones y ratas muertas, el público perdió las ganas por la interpretación del Método, un término que está ya tan divorciado de su significado original que básicamente ha pasado a significar gilipollas en el plató”. Un artículo en The A.V. Club resumía así lo sucedido con Jeremy Strong y parece una explicación razonable.
Cuando se dice que alguien es actor del Método ya no se piensa en Stanislavski, ni en Paul Newman asistiendo a las clases de Lee Strasberg en Nueva York, sino en Jim Carrey sacando de quicio a Milos Forman en el rodaje de Man on the Moon, como se recogió en el documental Jim & Andy, cuando el actor se metió tanto en el personaje de Charlie Kaufman que creyó que tenía que pasarse meses hablando de Jim Carrey en tercera persona y tratando a todo el mundo que se cruzaba con él como un capullo grosero.
En los setenta, los ochenta y seguramente hasta bien entrados los noventa, la idea del actor de prestigio estaba necesariamente ligada a esas leyendas, a los extremos a los que se decía que habían llegado para habitar a un personaje. El propio Jeremy Strong, que no se considera actor del Método exactamente sino practicante de lo que llama difusión de la identidad, parece haber crecido con eso. En la pieza de The New Yorker explica que de niño tenía tres pósters en su habitación: el de Daniel Day-Lewis en Mi pie izquierdo, el de Al Pacino en Tarde de perros y el de Dustin Hoffman en Rain Man. Como señala Schulman, esos no eran solo sus ídolos, era también el mapa de cómo quería que fuese su carrera. Day-Lewis pasó 20 semanas en silla de ruedas, comportándose como si estuviera aquejado de tetraplejia, y respondiendo solo al nombre de “Christy”, su personaje. Pacino acabó hospitalizado en ese rodaje. Para dar vida al atracador Manny, que va desquiciándose progresivamente, el actor dejó de comer y de dormir y se daba solo duchas frías. Como venía de rodar El Padrino II y ya estaba exhausto, terminó colapsando. También la carrera de Hoffman está plagada de anécdotas que prueban su compromiso con el Método, desde la bofetada auténtica que al parecer le dio a Meryl Streep antes de rodar la escena en la que esta lo abandona en Kramer contra Kramer (para que ella sintiera “el dolor en crudo”) a la vez que se pasó tres días sin dormir en Marathon Man para rodar una escena en la que el personaje había pasado tres días sin dormir. Laurence Olivier, su coprotagonista en la película, representante de la escuela tradicional británica de interpretación, al parecer le contestó: “¿Y por qué no pruebas a actuar?”. Y si no es verdad, así ha quedado para la leyenda.
Probablemente, Strong, que se ha formado con esos referentes, creyó que proporcionar este tipo de información a un periodista tan meticuloso como Schulman le haría quedar como sus ídolos, como un actor-autor hiperdedicado a su arte. En lugar de eso, y con cierta ayuda del periodista, muchos han entendido el retrato de Strong como el de una persona pretenciosa y egoísta que no coopera con sus compañeros. Quizá el actor estaba tan ensimismado en su idolatría a los actores de otro tiempo que no se dio cuenta de que el ecosistema actual premia a los intérpretes como su hermana en la ficción, Sarah Snook, que siempre aparece bailando entre toma y toma y como agradecida de tener este reconocimiento (eso es clave en el estrellato moderno, que parezca que el éxito te ha caído del cielo y no que te lo mereces), o como Chris Evans, su compañero de clases teatrales en la juventud, epítome del tío majo y normal de Hollywood (también es cierto que para poder triunfar como Chris Evans, la industria todavía exige tener el físico y la cara de Chris Evans).
Como era en cierto modo previsible, hay dos debates que se han derivado del perfil de Jeremy Strong: uno de clase y otro de género. En el texto se explica que el actor viene de una familia de clase trabajadora, que cuando él tenía 10 años sus padres se trasladaron de un barrio predominantemente afroamericano de renta baja de Boston a uno de clases medias y que allí sufrió el primer choque cultural de su vida, una experiencia que se amplificaría cuando consiguió una beca para estudiar en Yale y pasó a codearse con estudiantes a veces tan ricos y conectados como los Roy de Succession. La élite tolera mal a los advenedizos que se esfuerzan demasiado y no tienen la picardía de disimularlo, han entendido algunos, defendiendo que Strong simplemente ha trabajado para llegar a un lugar al que, de entrada, no pertenecía.
La segunda lectura tiene aún más miga ¿Por qué nunca oímos esas proezas y esos extremos protagonizados por mujeres? Sabemos que Leonardo DiCaprio comió hígado de bisonte crudo para prepararse para El renacido, que Robert de Niro se limó los dientes para dar más susto en El cabo del miedo, que Christian Bale se alimentó durante meses de una dieta que consistía en agua, café y una manzana al día para perder 30 kilos antes de rodar El maquinista –Bale y su reputación de ser insufrible, cimentada entre otras cosas por el famoso vídeo en el que le chillaba a un técnico por sacarle del personaje, probablemente tiene mucho que ver con la menguante popularidad de este modelo de actor–. Pero nunca oímos historias similares sobre, por ejemplo, Kate Winslet.
La actriz británica se retiró a vivir en su propia cabaña, separada de su familia, para rodar Ammonite –lo llamaba su “búnker emocional”–, exactamente igual que hizo Daniel Day-Lewis cuando rodaba El último mohicano, pero esos no son los datos que prevalecen cuando se escribe o se habla sobre Kate Winslet, que ha cultivado toda su carrera la imagen de una simpática chica británica con quien cualquiera se iría al pub a tomar unas pintas. Meryl Streep, la actriz que es en sí misma un paradigma de lo que se considera “interpretación de calidad”, probablemente no hubiera podido acceder al estrellato si hubiera tenido una reputación equivalente a la de sus compañeros de generación, los De Niro y Pacino. Ella tuvo que compaginar su excelencia como actriz con una imagen de persona cercana y buena compañera. Y, de hecho, de joven, cuando estudiaba en la Escuela de Drama de Yale (a la que algunos apodaban la Escuela de Trauma por el terrorismo psicológico que se infligía a los estudiantes) se reveló ante ese estilo de interpretación entonces tan en boga que consistía en recurrir al propio dolor para cedérselo al personaje.
Es cierto que en el pasado hubo actrices famosas adscritas al Método, empezando por la propia Marilyn Monroe, que tomó clases con Lee Strasberg, al igual que Ellen Burstyn, Jane Fonda y Anne Bancroft, pero la idea del actor intenso, del tipo difícil que lo sacrifica todo por su arte, está ligada necesariamente a cierta concepción de la masculinidad.
Hay quizá solo una excepción. Una sola actriz de las 20 o 30 que se reparten los papeles estelares y las nominaciones, a la que se permite ser arisca y no sonreír a la cámara ni hacer todo el juego de los late nights. Esa es Frances McDormand, pero a ella no se la ve exactamente como una mujer difícil y egoísta, más bien como una aceptable gruñona, una tolerable rareza en una época en la que, por lo general, se prefiere que los intérpretes no se pasen de intensos.
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