Entre el terror y la picaresca: la extraña y lucrativa vida de los flamencos en Japón en los años sesenta
Chiquito de la Calzada, que paso allí largas temporadas, lo convirtió en chiste. David López Canales, en su libro ‘Un tablao en otro mundo’, lo convierte ahora en épica
Advierte David López Canales que, a pesar de las apariencias, su nuevo libro no va de flamenco, ni de cultura. “Es un libro de universos paralelos y vidas fascinantes que, contra todo pronóstico, terminan chocando y explotando”. Y es verdad que hay mucho material inflamable en Un tablao en otro mundo (Alianza Editorial), cuyo subtítulo, “La asombrosa historia de cómo el flamenco conquistó Japón”, resume bien esta aventura que emprendieron en los años sesenta y setenta nombres como Paco de Lucía, Pepe Habichuela, Antonio Gades y, sí, también Chiquito de la Calzada. “Lo mejor del flamenco no es su música, que también, ni su arte, sino sus personajes. Para saber cómo son, hay que ver de dónde vienen, de la exclusión, de las fiestas y las penas en las casas, del buscarse la vida como sea”, explica este periodista y escritor, que en su anterior libro, El traficante (La Esfera de los Libros), investigó la vida del contrabandista de armas sirio Monzer Al Kassar, conocido como El Príncipe de Marbella.
“En ese buscarse la vida, Japón se cruzó en su camino y lo aprovecharon. Fue un paraíso para ellos. Como dicen algunos: allí había trabajo, comida, bebida y se follaba. Qué más podían pedir”. En sus páginas, plagadas de nombres míticos y de anécdotas impagables, relata el autor cómo estos flamencos que se mudaron allí con sus guitarras y su juerga se perdían en el metro y le hacían ascos al sushi, pero fueron los primeros españoles en viajar en tren bala y, cuando los tablaos flamencos se pusieron de moda y proliferaron en Tokio y otras ciudades del país, acabaron trabajando con la disciplina de un japonés.
Entre aquellos artistas que se lanzaron a la aventura, estaba Chiquito de la Calzada, un por entonces anónimo “cantaor de atrás”, como se denomina en la jerga flamenca. “Chiquito cantaba para el baile, colocado detrás del bailaor”, explica López Canales. “No era un buen cantaor, pero tenía mucho compás y había bailaores, como Mariquilla de Granada, que se lo llevaban con ellos para que les cantara”. Un trabajo paradójicamente bastante silencioso con el que Chiquito apenas podía sobrevivir en España. “Iba de venta en venta y de tablao en tablao por Andalucía, pero apenas llegaba a fin de mes, por eso se fue a Japón, porque quería darle una vida mejor a su querida esposa, Pepita”, señala el autor de Un tablao en otro mundo.
Eran los años setenta y ochenta, Chiquito acumuló estancias de seis en seis meses en Tokio, donde llevaba la vida frugal y rigurosa de un samurái, sin apenas gastar. “Comía latas de atún para ahorrar lo máximo posible. Japón para él no fue una gran experiencia, aunque luego lo convertiría en chiste. ‘Para comer medio bien en Japón hay que ser cinturón negro’, decía. Y nos hacía reír, pero era él quien no se había reído entonces”, comenta el periodista.
Para muchos flamencos como Chiquito, el país asiático supuso una condena que solo los yenes acumulados hacía llevadera (y eso que conseguir cambiarlos a dólares que luego se convertían en pesetas al volver a España era también para ellos toda una complicada odisea). Según López Canales, los primeros viajaban a los tablaos por periodos de un año que luego se acortaron a seis meses, pero se les hacían muy largos. “Apenas podían comunicarse con alguien más que sus propios compañeros y todo les resultaba tan raro como agresivo, pasaban miedo. Las primeras semanas salían a las calles como familias de patitos, todos juntos, asustados y sin despegarse. Se aprendían los lugares o las estaciones por los escaparates o por los carteles y alguno se llevó más de un susto cuando le cambiaban el cartel o la tienda con los que identificaba su parada de metro”.
No todo eran quejas. Japón cambió muchas vidas e incluso salvó también unas cuantas. “Algunos flamencos se mudaron a Japón, se instalaron allí y se alejaron de las noches largas y malas que también tiene el flamenco. Como dicen, empezaron a ver el sol de nuevo y recuperaron el desayuno, que lo tenían perdido desde hacía muchos años”.
El libro, sembrado de escenas en la mejor tradición de la picaresca, recuerda además que esa especie de puente aéreo que se creó entre el flamenco y Japón no solo fue aprovechado por los artistas españoles. El arte y el duende conquistaron a un público japonés que no solo se rindió como espectador. Fueron muchos los nipones que vieron en esta disciplina una elocuente salida al rigor y la represión de las costumbres de su país y se lanzaron, a su manera, al quejío, el zapateado y al toque. “En una sociedad donde las emociones no se exhiben, para ellos fue como un ansiolítico. Con el flamenco podían expresarse y hacerlo, además, bailando, tocando y, sí, cantando también, sin límites ni filtros. Para ellos era, y es, casi un exorcismo”.
Así, cuenta López Canales en su libro, empezaron a venir a España también los primeros japoneses. Para hacerse bailaores. “En la España de la dictadura, eran puro exotismo. No ya porque quisieran bailar flamenco, que también, sino solo por ser japoneses, cuando en España de Japón no se sabía nada. A algunos los miraban raro y se reían de ellos. Shoji Kojima, el bailaor más famoso de Japón y uno de los que más tiempo pasó en Madrid, tuvo que escuchar cómo algún cantaor se negaba a trabajar con él. ‘¡A ese chino no le canto!’”, le decían. Y a él se lo llevaban los demonios: ‘No me cantes, bailaré solo con la guitarra”.
Pero nada ha podido con el amor que los japoneses sienten por el flamenco. “Han hecho un enorme esfuerzo por comprenderlo y hacerlo suyo, incluso por aprenderse hasta los cantes más complicados que ni siquiera entendían”, celebra David López Canales. La pasión dura ya más de 50 años y la historia continúa a ambos lados del mundo. “Los japoneses han convertido el flamenco en algo suyo. Tanto, que hoy hay más academias de baile en Japón que en España”.
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