“Tenemos que acostumbrarnos a leer la letra pequeña”: la cara B de la campañas que prometen dedicar un porcentaje de los ingresos a acciones solidarias
Los consumidores se debaten entre su voluntad de consumir de manera “informada, responsable y reflexiva” y la desconfianza hacia los que “se apropian de forma deshonesta de los valores de los ciudadanos más comprometidos”
Querellarse contra una multinacional suele ser una tarea quijotesca. Una guerra de pigmeos contra gigantes. Si un particular está dispuesto a embarcarse en algo así, suele ser porque se siente perjudicado de manera muy directa y aspira a una indemnización multimillonaria, a lo Erin Brockovich, la asesora legal y activista que llevó a los tribunales a una compañía eléctrica californiana por delitos contra la salud y el medio ambiente y a la que Steven Soderbergh dedicó en 2000 una película estupenda. Resulta menos frecuente, según explica el periodista experto en consumo Josh Sosland, que “ciudadanos anónimos se enzarcen en batalla judiciales de gran envergadura buscando solo una satisfacción moral, la rectificación de una información falsa o el fin de una situación injusta”. O que lo hagan en defensa del medio ambiente.
Sin embargo, tal y como cuenta Sosland, varias multinacionales de la alimentación han sido objeto en los últimos años de demandas de este tipo, “cívicas, desinteresadas y altruistas”, cuyos impulsores no pretenden enriquecerse, sino tan solo poner fin a prácticas abusivas. En algunos casos, las demandas son por etiquetar productos como “sostenibles” sin que exista ninguna evidencia objetiva de que lo son. En otros, por no advertir de forma clara e inequívoca que en sus productos se ha hecho uso de ingredientes modificados genéticamente.
Aunque las demandas colectivas que analiza Sosland entran también en detalles como el uso de trabajo infantil e incluso de esclavos en algunas de las granjas que sirven de proveedores a las compañías denunciadas, a estas se les acusa, en esencia, de incurrir en algo tan tristemente habitual como el greenwashing o lavado de cara verde. El experto en marketing y profesor de Gestión del Desarrollo Disponible Javier Varela define esta práctica como “un tipo de propaganda engañosa que pretende, sin fundamento, que los productos, objetivos y políticas de una organización determinada son respetuosos con el medio ambiente”. Varela considera que se trata de una práctica muy frecuente, “cada vez más, de hecho, a medida que crece la preocupación medioambiental entre los consumidores”.
Esa nueva sensibilidad ecológica de los ciudadanos incita a ciertas compañías a “invertir una parte importante de sus recursos en comunicar lo ‘verdes’ que son sus productos, en lugar de desarrollar una estrategia de empresa realmente sostenible y respetuosa con el medio ambiente”. En opinión del experto, equivale a priorizar el corto plazo de manera cínica y perversa: “Se renuncia a las ventajas competitivas que puede proporcionar ser una verdadera marca verde y se centran los esfuerzos en, sencillamente, parecerlo”.
Salvar una ballena, plantar un árbol
En los últimos años, está proliferando una nueva modalidad de greenwashing, bastante más sibilina que el uso no justificado de etiquetas como “sostenible”, “ecológico” o “respetuoso con el medio ambiente”. Tiene que ver con las llamadas acciones de marketing ecológico “directo” o “táctico”. Es decir, campañas que prometen dedicar un porcentaje de los ingresos por la venta de un determinado producto a plantar cedros en el Líbano, liberar tortugas marinas en Panamá, reforestar la Patagonia o proteger la biodiversidad en la isla del Hierro.
Son iniciativas muy específicas que, de alguna manera, humanizan y melodramatizan la acción solidaria, dando al consumidor la sensación de que su dinero tendrá un impacto positivo muy concreto y tangible. Mejor plantar un árbol real que solidarizarse con un ideal difuso, y del que se está abusando tanto de un tiempo a esta parte, como la conservación del medio ambiente.
Por supuesto, no todas estas acciones pueden considerarse ejercicios de greenwashing. Tal y como explica Antonio Chamorro, profesor de la Universidad de Extremadura y experto en marketing ecológico, si el dinero llega al destino previsto, no hay problema. Estaríamos ante una campaña perfectamente legítima y, según los casos, más o menos oportuna y digna de elogio. La principal objeción tiene que ver lo poco transparentes y difíciles de verificar que resultan algunas de estas iniciativas. ¿Cómo puedo comprobar que mis diez céntimos de euro se han convertido en un precioso cedro a orillas del Mediterráneo Oriental?
La respuesta no es sencilla. Para Chamorro, el consumidor pueda hacer un acto de fe, creer sin más en la sinceridad y las buenas intenciones de la compañía, o esforzarse por comprobar “si existe un verdadero compromiso de la empresa con el medio ambiente y si ese compromiso está incrustado en su cultura organizativa, en su ADN como marca”. Es decir, se trataría de informarse bien y de valorar toda una trayectoria empresarial. El consumidor debería “buscar información más detallada sobre las acciones de esa empresa y las características de sus productos”. Una labor casi detectivesca, pero nadie dijo que el consumo responsable fuera fácil.
Sigue el rastro del dinero
Por suerte, existen una serie de indicios que pueden ayudar al ciudadano inquieto a llegar a sus propias conclusiones sin necesidad de convertirse en un experto en responsabilidad corporativa. Para empezar, Chamorro recomienda fijarse en “qué organización sin ánimo de lucro va a ser la receptora del dinero”. Las acciones de ecologismo táctico se asocian en la mayoría de los casos a alguna ONG concreta, “la verdadera ejecutora de la iniciativa medioambiental” con la que colabora la compañía que vende el producto. Si se trata de una entidad reputada y digna de confianza, ya existe una primera garantía objetiva de que los fondos llegarán a su destino y se gastarán en la función prevista.
El otro indicio que señala Chamorro es si se ofrece o no información concreta y detallada: “Una buena campaña de marketing ecológico debe informar siempre al consumidor de cuál es la organización con que se colabora, qué cantidad exacta se dona y cuánto tiempo dura la campaña”. Así mismo, “después del periodo de aceptación de donaciones, la empresa debería informar al detalle, en sus memorias anuales, en su web y en sus redes sociales, de los resultados obtenidos, para que el seguimiento pudiese ser completo”.
Esos requisitos no siempre se cumplen, pero Chamorro considera que tenerlos muy en cuenta es “bueno para la credibilidad de la acción y óptimo desde el punto de vista de la eficacia comercial de la campaña”. El argumento implícito es que las empresas viven de su imagen, y no pueden arriesgarse a comprometerla con iniciativas que generen escepticismo o sospecha. Chamorro destaca muy positivamente el ejemplo de la banca ética Triodos, “que realiza habitualmente iniciativas de marketing ecológico y social con gran parte de sus productos financieros” y las ejecuta con plena transparencia, permitiendo un seguimiento pormenorizado y público de sus actividades.
Una densa cortina de humo
Javier Varela reconoce que fiscalizar de manera activa el destino de tu dinero en campañas de este tipo puede resultar, con frecuencia, “muy complicado”. En su opinión, “el consumidor medio no analiza este tipo de cuestiones en profundidad, porque si bien puede resultar un agente fundamental para evitar malas prácticas, nadie tiene por qué asumir ese papel espontáneamente”. No todo el mundo dispone de tiempo, de medios o de motivación para hacer un rastreo detallado del dinero que dona. Además, las marcas que incurren en prácticas fraudulentas “saben desviar la atención con mensajes publicitarios, eslóganes y demás”.
Varela admite que cualquier esfuerzo de verificación pasa, en gran medida, por recurrir a los canales ofrecidos por la propia marca. Él recomienda, como primer paso, “buscar información en la web de la compañía que lanza la campaña y en la de la entidad con la que se colabora o que puso en marcha la iniciativa”. A partir de ahí, sobre todo si esta información resulta “incompleta, ambigua o no del todo satisfactoria”, se puede “buscar o solicitar una memoria de sostenibilidad o un informe auditado, preguntar directamente a la marca si existe alguna certificación o entidad que acredite a dónde va ese dinero y comprobar si esas donaciones están integradas en algún directorio que verifique que cumplen un número de requisitos”.
Es decir, hay que informarse primero a través de los canales más obvios y, en caso de que surjan dudas, interpelar directamente a los impulsores de la iniciativa, que son los que deben responder por ella. A Varela no le consta ningún caso concreto de fraude en campañas de donaciones. Aunque sí constata que, con frecuencia, el poder de las grandes empresas condena al consumidor medio, “que podría ser cualquiera de nosotros”, a una cierta indefensión e impotencia.
Esa sensación de estar expuesto al engaño permanente se puede atenuar siguiendo una serie de estrategias de consumo: “Tenemos que acostumbrarnos a leer la letra pequeña, a leer las etiquetas, a revisar las especificaciones de empaquetado y envase de los productos que compramos, a tomarnos con cierta cautela etiquetas como “verde”, “natural”, “eco”, “sostenible” o “sin azúcares”, a buscar información sobre la procedencia de determinados productos y las condiciones de trabajo que se dan en esos lugares, a buscar sellos y certificaciones que acrediten el compromiso con la sostenibilidad de las marcas”. Es una tarea tan farragosa como necesaria.
Confía, pero comprueba
Estas pautas sirven tanto para donaciones como para cualquier acto de consumo. Se ‘vota’ con el bolsillo. Son las marcas quienes tienen que ganarse nuestro voto de confianza. Si sus iniciativas, su trayectoria o su falta de transparencia nos generan desconfianza, lo inteligente y lo responsable es no comprar sus productos.
Para Varela, es muy significativo que (según el Estudio sobre Consumo Responsable realzado por Oney), “el 85% de los españoles estarían dispuestos a comprar un producto más caro si le garantizan que procede de canales de producción responsables y sostenibles”. Al mismo, tiempo, según una encuesta reciente de la OCU, “el 60% de la población española considera que la mayoría de las empresas hace un uso comercial de conceptos como la sostenibilidad y la preservación del medio ambiente, los convierte en meros reclamos para vender más”.
En definitiva, que los consumidores se debaten entre su voluntad de consumir de manera “informada, responsable y reflexiva” y la desconfianza hacia los que “se apropian de forma deshonesta de los valores de los ciudadanos más comprometidos”. Para evitar caer en generalizaciones injustas, Varela cita una serie de empresas que, en su opinión, “están haciendo grandes cosas en materia de marketing ecológico y sostenible”. Se trata de, además de Triodos, “Ecoalf, Patagonia, el Mercado de la Cosecha de Hijos de Rivera (Estrella de Galicia), el grupo de Adolfo Domínguez (con campañas como Sé más viejo o Repite con Zara, Hemper o el restaurante Azurmendi”.
Justos y pecadores
Chamorro coincide con Varela en que resulta difícil “castigar” de manera adecuada a los que incurren en malas prácticas y, por tanto, incitan a los consumidores a un hartazgo y un escepticismo generalizados. A los ciudadanos les indigna leer historias como la de una marca de atún que se proclamaba “amiga de los delfines” y que seguía usando “redes de pesca de deriva que son muy perjudiciales para los delfines y que la Unión Europea prohibió hace décadas”. Son ejemplos de oportunismo, amoralidad y alevosía que con frecuencia quedan impunes.
Las falsas campañas de ecologismo táctico, como cualquier otro tipo de greenwashing, resultan “difíciles de denunciar judicialmente, porque no existen normas legales que regulen de manera clara qué puede hacerse y qué no en el campo de marketing ecológico”. La ambigüedad lleva a una cierta impunidad de la que sacan partido los menos escrupulosos. Salvo casos flagrantes de delito, es muy difícil que las denuncias por abuso o falsedad del marketing verde “acaben con una condena a la empresa”.
Al ciudadano indignado no le suele quedar mejor recurso que “quejarse y viralizar sus quejas a través de las redes sociales”. Una vía que resulta eficaz y que, de hecho, Chamorro considera recomendable, dado que a veces el mercado castiga lo que no castigan los jueces. Sin embargo, incluso la estrategia de difundir atropellos y votar con el bolsillo tiene sus inconvenientes: “Se puede caer (y, de hecho, se está cayendo) en un efecto de inhibición de la compra ecológica, consecuencia una sensación de engaño no puntual, sino generalizado, que vuelve al consumidor escéptico”.
Eso penaliza a las compañías que sí están desarrollando un marketing verde honesto y responsable, pero son víctimas también de la confusión, el clima de desconfianza que esta genera y lo que Chamorro llama “la eco-fatiga”: una saturación debida al exceso de información no contrastada sobre estos temas. Chamorro rompe una lanza a favor de empresas como Triodos Bank, Don Simón (“con sus zumos con ingredientes fruto de la agricultura ecológica”) e incluso Toyota, pionera de los coches híbridos, a pesar de que “algunos activistas consideran que un fabricante de automóviles nunca podría considerarse una empresa ecológica”.
Informarse lo mejor posible, comprobar y buscar un equilibrio razonable entre la confianza y una sana dosis de sospecha. Esa es la receta de consumo inteligente y responsable que recomiendan los expertos. No es una ciencia exacta, pero sí un antídoto adecuado contra los excesos del marketing ecológico. Después de todo, no hay nada malo en que te pidan que hagas una pequeña donación para plantar cedros en el Líbano. Pero es la compañía que te lo pide la que debe ofrecerte los medios para comprobar que, en efecto, van a plantarlos.
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