Roger Casamajor, actor: “Ahora estoy trabajando muchísimo, pero sé que tendré que volver a sacarme las castañas”
Debutó en el cine hace 25 años, es un intérprete de culto y reencontró el éxito con ‘La Mesías’. Ahora participa en ‘La Caza. Irati’, que se estrena este jueves en Movistar Plus+


El actor Roger Casamajor (Sant Julià de Lòria, Andorra, 48 años) vive desde hace años en un pueblo de 600 habitantes en el Alto Penedés, un escenario aparentemente muy similar, al menos en dimensiones, al pueblo de la montaña navarra donde se desarrolla La Caza. Irati, la serie que se estrena este jueves en Movistar Plus+, donde Casamajor interpreta un personaje importante. Pero, aclara, ahí acaban las coincidencias entre ambas localidades. “No hombre no, aquí no matamos a nadie”, estalla a reír.
Al igual que las tres anteriores entregas de la serie creada por Agustín Martínez, La Caza. Irati es un thriller policíaco en el que Sara Campos, la atribulada psicóloga de la Guardia Civil interpretada por Megan Montaner, debe resolver un rompecabezas criminal en una comunidad pequeña en la que todos los vecinos parecen guardar silencio tácito sobre un terrible secreto. En este caso la acción se traslada a la Selva de Irati, un epicentro de la mitología vasca. Casamajor interpreta a un hombre atormentado por el pasado que vive en la linde del bosque, casi en soledad, entregado al alcohol y a los remordimientos. Para el actor andorrano, sin embargo, elegir el medio rural como lugar de residencia no tiene nada que ver con la misantropía sino con algo mucho más sencillo: es más feliz así.
“Las ciudades no me gustan”, explica. “Son lugares que me resultan muy ariscos. Hay mucho ruido, mucha gente. Prefiero el silencio y la tranquilidad. Aunque tampoco digo que sea una vida idílica. Te tiene que gustar. No se me ocurriría imponer un discurso, decir que soy un amante de la naturaleza ni nada de eso. Que cada uno viva donde le parezca. A mí la ciudad me parece un sitio muy artificial. No es para mí. Aunque luego es verdad que lo pago con viajes. Por ejemplo, ahora en diciembre empiezo una obra de teatro en Barcelona, y voy a tener que hacer una hora de trayecto en tren cada día. Bueno, una hora o más, depende de Rodalies”.


A Casamajor, cuenta, ciertos gestos de Julen, su personaje, le salen de forma natural. Por ejemplo, coger un hacha. O entrar en un bar en el que están los mismos parroquianos de siempre. “Son cosas que me salen de forma espontánea”, afirma. Otros rasgos han exigido más trabajo. Por ejemplo, el acento de este montañés navarro que desliza palabras en euskera en su vida diaria. “Me daba un poco de miedo, porque quería darle verdad. Si es un personaje que ha pasado su vida en esas montañas, tiene que notarse. Aproveché los meses de rodaje en Pamplona y en el valle de Urbasa para poder escuchar mucho y adaptar un poco el habla. Estoy muy contento con el resultado”, cuenta.
Ese resultado, en todo caso, es una interpretación de una precisión milimétrica, realista sin alardes innecesarios. Esa tensión interna es uno de los sellos de Casamajor, un actor que siempre ha huido de los clichés y de los recursos fáciles. Tal vez se deba a que sus primeros pasos los dio con un director tan poco complaciente como Agustí Villaronga. Se conocieron cuando Casamajor acababa de mudarse a Barcelona para estudiar teatro y el director mallorquín decidió hacerle varios castings para El mar (2000), la adaptación de una novela crepuscular y casi olvidada de Blai Bonet. “Me hizo muchos castings, primero para un personaje y luego para otro. Hicimos tantos que al final le dije que ya no quería hacer más. Pero me cogió para El mar. Y aquello fue una grandísima suerte. Hicimos cinco películas juntos”.

En El mar Casamajor interpretaba a Ramallo, un adolescente impetuoso e indomable confinado en un sanatorio para tuberculosos en la posguerra mallorquina. El actor llevaba años haciendo teatro, pero aquella era su primera incursión en las pantallas. El mundo descubrió su mirada penetrante y él descubrió la magia del cine. “Yo no sabía nada de nada”, recuerda. “No sabía ni lo que era una cámara, un foco o una marca. Venía del teatro, llevaba desde los 14 años recorriendo toda Cataluña con una compañía pequeña, cargando y descargando la furgoneta... Para mí eso era lo habitual. El mar me descubrió un montón de cosas, una nueva técnica. Tuve muchísima suerte. A nivel interpretativo, trabajar con Agustí no era fácil. Nada fácil. Y ese rigor, esa exigencia, he intentado mantenerla siempre. Me gusta ser exigente conmigo mismo. Y también disfrutar. En nuestro oficio no te puedes olvidar de disfrutar. Si te olvidas de disfrutar, estás muerto”.
Casamajor está en racha. Aunque nunca ha dejado de trabajar, el gran público lo descubrió de nuevo en La Mesías (Javier Calvo y Javier Ambrossi, 2023). Desde entonces, ha encadenado proyectos importantes como La buena letra, de Celia Rico, Hamburgo, de Lino Escalera y, ahora, la nueva entrega de La caza. Pero dos décadas de trayectoria le dan también una perspectiva realista sobre el éxito. Ningún proyecto, por muchos aplausos que coseche, asegura que los siguientes años vayan a ser fáciles. “A mí, lo de que todo va a ser fácil ya hace años que se me ha olvidado, porque no es verdad. Hay un caso de cada mil”, replica. “Yo sé lo que va pasar, lo tengo clarísimo, así que ahora estoy aprovechando. La Mesías me volvió a poner un poco en el candelero de nuevo, y estoy orgullosísimo, porque creo que es uno de mis mejores trabajos. Siempre digo que, si tuviera que escoger a mis maestros, uno sería Agustí y también escogería a Javier Calvo y Javier Ambrossi. Ahora estoy trabajando muchísimo, pero sé que eso va a pasar otra vez, que voy a tener que volver a sacarme las castañas, que es lo que hago siempre. Es el oficio de actor”.
Si está tan seguro es porque ya le ha pasado más veces. Tras su debut, cuenta, vivió una especie de boom. “De repente estaba haciendo dos, tres películas cada año, y de repente eso se terminó. Y, ostras, es duro. Son muy pocos los afortunados que pueden estar relajados en su casa y saben que le van a llegar los guiones. Eso es una falacia. Yo pasé largas temporadas sin trabajar. Nueve meses, un año... Cuando se estrenó Pa negre [2010], de Agustí, pensé que me iba a salir muchísimo trabajo, pero estuve cuatro años sin hacer una película. Por eso ahora me lo tomo de una forma muy distinta. Aprovecho todo lo que puedo, trabajo todo lo que puedo y disfruto todo lo que puedo. Con los años aprendes a relativizarlo todo y entiendes que si llevas dos o tres meses sin trabajar no pasa nada. Ahora trabajo mucho, me lo paso muy bien. Voy a ir a Madrid a rodar una película, luego a hacer teatro en el Lliure de Barcelona. Estoy muy contento. Y muchísimo más tranquilo”.

Casamajor es un hombre afable y reservado. Su dimensión pública, incluidas sus redes sociales, empieza y acaba en su trabajo, que es la interpretación, pero también la música. Es pianista en su propia banda de rock instrumental, Hysteriofunk, y afirma que, aunque nunca ha tenido que buscarse un plan B, alguna vez se ha visualizado “tocando en un piano bar, para sacarme unas perras”, bromea. Habla de su oficio con pasión pero también con la sana distancia de un profesional. ¿Cuánto hay de él en los hombres quebrados que interpreta? “Yo creo que es inevitable poner algo tuyo en los personajes, porque si ese personaje lo hiciese otro actor, sería de otra manera. Al mismo tiempo, tampoco puedes trabajar todos los personajes como si te fuera la vida en ello. No es necesario y, de hecho, puede ser hasta contraproducente”.
Lo que sí le interesa, cuenta, son los personajes que le permiten aprender cosas o decir algo sobre el mundo que le rodea. En Hamburgo abordada el problema de los prostíbulos que pueblan las carreteras españolas. En El vientre del mar (2021), su última colaboración con Villaronga, la tragedia de la migración. “La película habla de muchas cosas, de fascismo, de lucha de clases, de que el Mediterráneo se ha convertido en un cementerio. El cine debe servir para hacernos reflexionar y como actor, si tienes un poco de altavoz, puedes llegar a más gente”.
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