“Cuando te conviertes en una estrella estás jodido”: Morgan Freeman, el veterano actor condenado a hacer de sí mismo
Con 86 años, el inolvidable intérprete de ‘Paseando a Miss Daisy’ o ‘Cadena perpetua’ no baja el ritmo de trabajo, aunque queden lejos los tiempos en los que sorprendía con papeles en los que un actor negro era una verdadera y necesaria sorpresa
Todos aquellos que se sienten perturbados por los cambios de género, raza o sexo en las adaptaciones literarias, los que fibrilan con la nueva versión de La sirenita o la precuela de El señor de los anillos y achacan estas variaciones a una rendición de Hollywood ante “la cultura woke” deberían repasar la carrera de Morgan Freeman (Memphis, 86 años). Hace tres décadas el actor se hizo con un papel, el de Red Redding en Cadena perpetua (1994), destinado, según el relato de Stephen King que adaptaba, a un irlandés pelirrojo. Y acompañó a Kevin Costner en Robin Hood, príncipe de los ladrones (1991) en un papel inventado para él que no consta en ninguna versión de la leyenda. Tampoco se ajusta a las representaciones iconográficas del Dios cristiano, pero lo ha interpretado dos veces, y tres al todopoderoso terrenal, el presidente de los Estados Unidos, antes de que ningún presidente hubiese sido negro.
La primera fue en Deep Impact (1998). Cuando la directora Mimi Leder sugirió su nombre a un ejecutivo y se negó, alegando que “no estaban haciendo ciencia-ficción”. Un logro de valor incalculable teniendo en cuenta que comenzó su carrera cuando en el cine todavía estaba vigente el infame Código Hays, que prohibía las relaciones interraciales y limitaba los papeles a los que podían acceder los actores negros. “Cuando era pequeño no había un yo en las películas”, recordó en una entrevista en Esquire. “Si había un hombre negro en una película, era con fines humorísticos. Hasta que apareció Sidney Poitier y demostró a los jóvenes negros que podíamos hacer otros papeles”.
Negro, nunca “afroamericano”. Freeman se ha manifestado en contra de ese término. “Dos cosas que puedo decir públicamente que no me gustan: el Mes de la Historia Negra es un insulto. ¿Vas a relegar mi historia a un mes?”, declaró hace un par de años con cierto revuelo. “También afroamericano es un insulto. No me suscribo a ese título. ¿Qué significa realmente? La mayoría de los negros en esta parte del mundo son mestizos. Y dices África como si fuera un país, cuando es un continente, como Europa”.
Que su carrera se iniciase hace 60 años le ha permitido ser testigo de cambios que han vuelto irreconocible la industria. “El cambio es que todas las personas están involucradas ahora. Todo el mundo. LGBTQ, asiáticos, negros, blancos, matrimonios interraciales, relaciones interraciales. Todos representados. Ahora los ves a todos en la pantalla y eso es un gran salto”.
Freeman descubrió su vocación muy temprano. Hijo de una maestra y un barbero alcohólico, iba para bailarín hasta que se alistó en el ejército. “Cuando tenía 16 años decidí que quería convertirme en piloto de combate”, declaró a la revista de cine holandesa Preview. “Quería estar en el ejército. Quería ser un guerrero. Pero cuando me acercaba a cumplir ese sueño a los 21 años y sentado en la cabina de un entrenamiento de un caza, de repente supe que mi sueño era una versión romántica de la guerra, hecha por películas. Tenía muchas ganas de hacer películas al respecto. Fue una epifanía que me cambió la vida. Solo tenía dos ambiciones y una de ellas era falsa”.
Su primer papel relevante le llegó en The Electric Company, un programa infantil donde coincidió con Rita Moreno y Bill Cosby. Un trabajo de horarios agotadores al que renunció tras casi 800 episodios. Estaba más cómodo en representaciones shakesperianas. Sus primeros papeles cinematográficos estuvieron vinculados al mundo carcelario. Acompañó a Robert Redford en Brubaker (1980) y participó en Attica (1980), una película televisiva sobre los disturbios de la prisión neoyorquina. El público empezó a quedarse con su cara en El ojo mentiroso (1981), donde compartía plano con dos de las estrellas más prometedoras del momento, Sigourney Weaver y Wiliam Hurt. En El reportero de la calle 42 (1987) interpretó por única vez el tipo de personajel al que solían limitar a los actores negros, un delincuente peligroso y chulesco, un papel que le proporcionó su primera nominación al Oscar y encandiló a la crítica, pero no quiso seguir por ese camino. “Me negué. Cuando haces algo así recibes muchas ofertas para volver a interpretar el mismo papel en otras películas. No quería repetir. Si soy bueno en algo, no quiero volver a hacerlo, quiero hacer otra cosa”.
El papel que le reportó su siguiente nominación no pudo ser más distinto. Su personaje en Paseando a Miss Daisy (1989), que ya había interpretado en teatro, le dio la fama masiva. Tenía más de 50 años, pero para el público era un rostro nuevo. La historia, basada en un hecho real, del chofer negro que se gana el corazón de una anciana judía racista hasta convertirse en parte de su familia, fue un éxito inimaginable que consiguió cuatro Oscar de nueve candidaturas y recaudó 145 millones de dólares en todo el mundo. Era uno de los hombres de moda, tanto que hubo un hueco para él en la revitalización del mito Robin Hood por parte de Kevin Costner. En Robin Hood, príncipe de los ladrones interpretó un papel escrito para él, al público le encantó la propuesta, no tanto a la crítica.
Su presencia empezó a ser habitual en escenarios poco frecuentados por actores negros, como el western de Clint Eastwood Sin perdón (1992). Sin embargo, su elección como Red en Cadena perpetua resultó sorprendente: su aparición en la película que lleva décadas liderando la lista de películas favoritas de los seguidores de IMDB se debió a una sugerencia de la productora Liz Glotzer. En el relato de Stephen King, Red es un irlandés blanco de cabello rojizo, de ahí su apodo. Darabont había pensado en Gene Hackman o en Robert Duvall, pero como no estaban disponibles hizo caso a Glotzer. Cuando se enteró de que estaban interesados en él, se entusiasmó “Era un guion brillante”, declaró el actor a Vanity Fair. “Así que llamé a mi agente y le dije: ‘No importa qué parte sea, quiero estar en ella’. Dijo: ‘Bueno, creo que quieren que hagas de Red’. Y pensé: ¡Guau, yo controlo la película!”.
Era el verdadero centro de la película, el narrador. Por primera vez su voz, una de sus principales armas, era protagonista absoluta. Desde entonces ha narrado tanto ficción como documental, también anuncios. La publicidad de Visa le ha reportado grandes beneficios, al menos hasta que ser acusado de “comportamiento inapropiado” por ocho actrices provocó la cancelación de su contrato. Compañeros como la actriz recientemente fallecida Suzanne Somers salieron en su apoyo y justificaron sus “maneras anticuadas”. Finalmente, la periodista de la CNN que había sacado a la luz las denuncias fue acusada de fabricar pruebas, pero el daño a la reputación del actor ya le había ocasionado la pérdida de patrocinios.
No fue el único escándalo que afectó al actor. En 2018, su “nieta” (en realidad, nieta de su primera esposa, E’Dena Hines) fue asesinada por su novio. Primero se dijo que había sido un exorcismo y después se comprobó que había sido un asesinato machista, recibió 25 puñaladas en plena calle, a la luz del día. Su novio afirmó entonces que la aspirante a actriz mantenía una relación con Freeman, un rumor que llevaba años circulando por los mentideros de Hollywood, pero él lo negó tajantemente.
El actor que gusta a todos
La imagen de Freeman, siempre asociada a la mesura, a personajes bondadosos y que ayudan a los demás, ha estado siempre por encima de esas noticias. Convertido ya a comienzos de los noventa en una estrella, se puso a las órdenes de David Fincher y junto a Brad Pitt sentó las bases del thriller contemporáneo en Seven (1995), una buddy movie con asesino en serie y móvil religioso que abrió la puerta a decenas de propuestas similares. Su estilo pausado, firme, como el metrónomo que le ayuda a pensar, combinaba con el arrebato volcánico del personaje interpretado por Pitt. Su jerarquía iba en aumento: en Deep Impact fue el presidente de los Estados Unidos y en 2003 fue Dios, el ser todopoderoso que guía a Jim Carrey en Como dios. Ya no podía aspirar a más poder en pantalla, pero todavía faltaba la guinda en forma de premio. Llegaría de la mano de su amigo Clint Eastwood.
Si su unión en la crepuscular Sin perdón había sido un éxito rotundo no iba a ser menos su papel de exboxeador de calcetines agujereados que convence a un viejo entrenador del potencial de una aspirante a púgil. Million dolar baby (2004), la devastadora historia que empieza como un drama de superación personal y termina como una intensa reflexión sobre la eutanasia, le proporcionó su primer Oscar. Gracias a Eastwood le llegaría también su última nominación por el momento, la recibida por interpretar al presidente sudafricano Nelson Mandela (en Invictus, de 2009). Entre medias tuvo tiempo de pasar por el rito de paso de nuestro tiempo: formar parte de una cinta de superhéroes, como el fiel e ingenioso Lucius Fox en la aclamada trilogía de Batman de Christopher Nolan.
Que Freeman no trabaja por los premios queda claro repasando una filmografía inabarcable: ha participado en más de 120 títulos, algunos obras maestras, otros absolutamente olvidables y que parecen, como confesó a Esquire, “para pagar el alquiler”. Una preocupación que parece real para Freeman, teniendo en cuenta que sus inseparables aretes de oro, una opción estética de la que se prendó viendo a Burt Lancaster en El temible burlón, no es mera coquetería. “Estos aretes valen lo suficiente para comprarme un ataúd si muero en un lugar extraño. Esa era la razón por la que los marineros solían usarlos”, confesó a The Talks.
A sus 86 años sigue manteniendo un altísimo ritmo de trabajo. Este viernes llegó a España 57 segundos, un thriller de ciencia ficción que protagoniza junto a Josh Hutcherson. El actor es consciente de que ya no lo llaman para dar vida a grandes personajes, sino para ser él mismo. “Cuando comenzó mi carrera en el cine, quería ser un camaleón. Recuerdo a De Niro desde el principio, haciendo papeles muy diferentes. Pero a medida que maduras en este negocio, con el tiempo te conviertes en una estrella. Entonces estás bastante jodido en términos de referirte a ti mismo como un actor de carácter. Interpretas demasiadas veces el mismo papel: la gente te contrata y dice: ‘Eres tú a quien quiero’. Y tú vives con ello”.
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