Por qué no tiene sentido comparar las luces navideñas de Vigo con las de Nueva York
El alcalde gallego insiste en competir en extravagancia lumínica con la Gran Manzana, pero hay una gran diferencia entre ambos casos: quién paga la fiesta
Se ha convertido casi en una tradición navideña más. Desde que hace un lustro al alcalde de Vigo se le ocurrió cubrir la ciudad con unas extravagantes, y para muchos excesivas, luces de Navidad, su principal gancho publicitario ha sido meterse con sus homólogos en Nueva York. El socialista Abel Caballero les dedica en cada ceremonia de encendido un chascarrillo que rápidamente ocupa titulares. De los dos ediles con los que ha coincidido en su peculiar competición navideña, el demócrata Bill de Blasio se ha llevado la peor parte.
Nada más estrenar el primer alumbrado en 2017, Caballero dijo que De Blasio “le tenía envidia”, después que “le iba a llamar” por teléfono para felicitarlo, cosa que obviamente nunca ocurrió, e incluso este año se jactó de que la superioridad lumínica de la ciudad gallega “le hizo perder unas elecciones” a las que ni siquiera se había presentado, porque decidió optar por la carrera a la presidencia que le arrebató Joe Biden. En 2023 le ha tocado a su sucesor, el también demócrata Eric Adams: “Quiero decirle al alcalde de Nueva York que se prepare porque va a ver el resplandor de las luces de Vigo”, ha dicho Caballero, que volvió a ganar con mayoría absoluta en mayo.
En esta batalla simbólica, sin embargo, conviene recordar un detalle. Las famosas decoraciones de Navidad de la ciudad de los rascacielos no se financian con el dinero de los contribuyentes. Ni un centavo de sus bolsillos va a parar a las decoraciones que atraen cada año a millones de visitantes. Este, en concreto, a 60 millones de turistas, según cifras de New York City Tourism + Conventions, la organización que promueve las visitas a la ciudad.
Caballero, en realidad, no compite contra el alcalde de la Gran Manzana, sino contra cientos de miles de negocios, pequeños y grandes, que cada año se gastan miles de millones de dólares en los adornos que decoran estos días los escaparates, las fachadas y, si hay dinero, las calles de los barrios. “Todo está financiado de forma privada por los distritos de mejora empresarial, las cámaras de comercio y otros grupos empresariales”, explica Felicia Tunnah, directora de Planificación de Operaciones del Departamento de Transportes de la ciudad, encargada de aprobar las peticiones de los negocios para instalar las luces. El Consistorio aprueba los permisos para conectarse durante 60 días al alumbrado público, sin entrar en los diseños.
Las principales arterias de Manhattan carecen de un alumbrado navideño uniforme, planificado y pensado desde la Administración. No verán en la Quinta Avenida, Broadway o Madison las típicas luces colgantes entre farola y farola. Todo son muchedumbres, destellos y cancioncillas en el epicentro comercial, situado entre las calles 48 y 58 en la Quinta Avenida, donde se mezclan el Rockefeller Center, los almacenes Saks y los elaborados escaparates de las tiendas de lujo. Pero en otras zonas como Chinatown, Soho o Wall Street apenas se notan las festividades. Todo depende del dinero que los negocios quieran invertir. “Lo veo muy positivo, esto en España es impensable, pero aquí funciona muy bien. A la ciudad le ahorra dinero y las zonas están muy bien cuidadas”, comenta Manuel Prior, director ejecutivo de Porcelanosa en Estados Unidos. La azulejera de Vila-real (Castellón) ha instalado este año durante cuatro días un regalo de grandes dimensiones enfrente de su flagship en el céntrico Madison Square Park fabricado con su material insignia, la superficie Krion.
En este caso, lo han gestionado a través de la organización sin ánimo de lucro que explota el parque, Madison Park Conservancy, integrada por los vecinos, entre los que también están Sony y Credit Suisse. La ciudad da permiso bajo ciertos requisitos como impactar lo mínimo a los viandantes, montarlas por la noche o un seguro de responsabilidad civil. “No había ninguna regla sobre el diseño”, señala Prior. “Al final aportas valor a la comunidad. Estamos aquí para quedarnos y esto motiva a que vengan más negocios”. En otros parques, como Union Square o Bryan Park, los protagonistas son los mercadillos navideños, donde los vendedores pagan entre 6.000 y 10.000 dólares (entre 5.400 y 9.000 euros, aproximadamente) por instalarse. Guste o no, las cosas funcionan de otra manera.
Ni siquiera el emblemático árbol del Rockefeller Center, que el alcalde gallego se ha empeñado en superar en tamaño, tiene un coste para las arcas públicas. Es una donación desde que en 1933 se convirtió en tradición. El regalo de este año ha llegado desde el jardín de la familia McGinley, residente en el pueblo de Vestal (Nueva York). Se trata de un abeto noruego de 80 años, 24 metros de alto, 13 de ancho y 12 toneladas. “Encontré el árbol cuando iba de camino a mirar otro”, cuenta Erik Pauze, el jardinero jefe que se encarga de todo el proceso desde hace tres décadas. Para sorpresa de sus dueños, Pauze llamó a su puerta para hacerles la propuesta. “La familia me dijo que poco antes alguien les había dicho que parecía un árbol del Rockefeller Center”. Dicho y hecho. El coste del transporte de unos 70.500 dólares (unos 68.400 euros) corre a cargo del gigante inmobiliario Tishman Speyer, propietario de los edificios de la zona, incluido el rascacielos Top of the Rock, así como las facturas de la luz y el mantenimiento del área. Cuando acaba la Navidad, el árbol se dona a la ONG Habitat for Humanity International para la construcción de casas de gente sin recursos. “El abeto se corta en trozos aquí mismo”, cuenta.
Está decorado por 5.000 luces LED multicolores y una estrella de 70 púas cubiertas por 3 millones de cristales Swarovski, diseñada en 2018, por el arquitecto Daniel Libeskind —conocido por el edificio en zigzag del Museo Judío de Berlín— y con un peso de 408,23 kilogramos. La verdadera explosión de luces se encuentra justo enfrente. La factura la pagan, en este caso, los almacenes de lujo Saks en colaboración con la marca de moda francesa Dior. Este año, la coreografía musical y lumínica de 600.000 bombillas, que se proyecta cada 10 minutos entre las cinco de la tarde y las once de la noche en su fachada, lleva por título El Carrusel de los Sueños. Se trata de una esfera de 35 metros que simula una carta astral con los símbolos del zodiaco y símbolos de la suerte como el trébol o la estrella. Es el lugar que hay que evitar si no se quieren sufrir aglomeraciones.
El caso más curioso tiene lugar en la señorial Park Avenue. Desde 1972, la empresa familiar con sede en Queens City-Scape Landscaping, que mantiene los jardines medianeros que dividen la avenida, instala en ellas 120 abetos enviados desde Nueva Escocia (Canadá), decorados con dos millones de luces. El despliegue va desde las calles 49 a la 97, casi 50 manzanas. “No creo que Park Avenue tuviera el mismo glamur si no estuvieran colocados”, comenta Dylan Sofield, hijo del difunto propietario en declaraciones a la CNBC. La empresa factura en torno a un millón de dólares al año y se gasta 100.000 dólares en las decoraciones. No se puede considerar un buen negocio, sobre todo, porque pocos saben que son ellos los que pagan. “Mucha gente no me cree cuando les digo que soy el dueño de la empresa”, bromea. La tradición manda en este caso.
En una cosa tiene razón el alcalde de Vigo. El número de luces que instala cada año en la ciudad de cerca de 294.000 habitantes supera con creces al núcleo navideño de Manhattan —sin contar con el resto de la urbe de casi nueve millones de residentes—. Si en la ría gallega hay 11,5 millones de bombillas LED, más una noria gigante, pistas de hielo, máquinas de nieve y carruseles, los tres puntos neurálgicos de Nueva York suman un total de 2,65 millones de luces sin incluir la feria.
El único que ha reconocido el logro del gallego desde la esquina opuesta del Atlántico ha sido el diario The New York Times. En la Nochebuena de hace cuatro años, se hizo eco de la situación para criticar el hecho de que un alcalde se gaste un millón de euros —este año han sido 2,37 millones— en la parafernalia festiva en plena crisis climática. “¿Cuánto es suficiente?”, se preguntaba el periódico. El edil no perdió tampoco la ocasión. “Si el señor De Blasio no sabía, ahora ya sabe de las luces de Vigo”.
También aprovechó para justificar que las luces LED de las calles son de bajo consumo y recordó que el 60% de la energía de la ciudad procede de fuentes renovables. “Consumen menos que un campo de fútbol un mes entero”, dijo. Pero Vigo ya tiene el estadio de Balaídos, así que los expertos no están de acuerdo. “Puedes inventarte muchas cosas, pero si multiplicas el gasto o lo sumas, más es más, nunca te sale a devolver”, explica Carlos García, diseñador de iluminación arquitectónica que trabaja en Nueva York. La excusa del bajo consumo lleva un lustro caducada porque la Unión Europea prohibió en junio de 2018 la fabricación y venta de las bombillas halógenas. Estados Unidos lo hizo el pasado agosto. Otra exageración que aumenta la factura es estirar las Navidades más de una semana después de su duración tradicional. En Vigo dura desde el 24 de noviembre hasta el 14 de enero, con sus luces encendidas desde las 18.30 hasta las 00.30 de domingo a miércoles, hasta las 2.00 de jueves a sábado y las 24 horas durante los siete días más señalados de las fiestas. Aunque los comercios tienen un límite de 60 días en la Gran Manzana, el periodo oficial va desde el Día de Acción de Gracias, el 29 de noviembre este año, hasta el 5 de enero, con unos modestos horarios lumínicos de 17.00 a 00.00, menos el árbol del Rockefeller, que se enciende a las cinco de la madrugada. “Todavía no existe un marco normativo contra el exceso”, bromea García. Aunque no descarta que algún día las ciudades comiencen a regular el alumbrado navideño de acuerdo con el “sentido común” y con la “facilidad” que supone controlar el gasto energético. Sin que resulte necesario ni divertido que las luces se vean desde la Estación Espacial internacional, como asegura el alcalde para el que el cielo nunca ha sido el límite.
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