“Me tienen que estar grabando”: los peligros de comportarte como si estuvieras en una serie
La eclosión de las plataformas y las redes sociales ha provocado que empecemos a articular y compartir nuestra propia existencia como si fuera un papel, con recursos, trucos y vicios de la ficción que nos alejan de nuestra auténtica realidad
Una valla publicitaria de Netflix en la Plaza Pedro Zerolo de Madrid lo ordena con caracteres enormes: “Vive cada día como si te fuésemos a hacer una serie”. No era necesario: con vidas atravesadas por las redes sociales hasta en sus detalles más íntimos, muchos jóvenes ya lo estaban haciendo. Es más: podrían estar yendo mucho más lejos y es que no actúan como si les fueran a hacer una serie, sino como si ellos fueran protagonista, director, guionista, productor y técnico de luces de ese proyecto unipersonal pero de alcance incalculable que consiste en construir una identidad a través de Internet.
“Existe un vínculo entre cómo habitamos Internet y cómo nos sentimos”, escribe la filósofa Margot Rot en Infoxicación, un ensayo sobre “cómo el exceso de información al que estamos expuestos en las redes influye en el desarrollo de nuestras subjetividades”. En Internet, la información que aportamos sobre nosotros mismos está dispuesta a modo de línea temporal, como si cada publicación fuera la pequeña pieza de un relato que nos acompaña. El muro de Facebook, de Instagram o de Twitter y la galería fotográfica del teléfono son espacios ordenados cronológicamente en los que cada recuerdo va dando forma a una biografía en marcha. Y, como bien sabe cualquiera que se haya enfrentado a ese género o a cualquiera de los que se suelen etiquetar como no-ficción (crónica, documental o ensayo, por ejemplo), exponer la realidad es siempre reconstruirla a partir de decisiones subjetivas. Los reels, vídeos breves de moda en Instagram, parecen trailers de nuestra propia existencia: un viaje o una fiesta es narrado con música de fondo, baile de imágenes y un orden narrativo que tiene principio, nudo y desenlace.
Tal vez porque los más jóvenes son los más conscientes de todo esto, hace tiempo que, cuando hablan a la cámara de sus teléfonos contando lo que les acaba de ocurrir, es decir, reforzando su identidad, muchos jóvenes usan un lenguaje que parece sacado de un taller de guion. A pasar de curso lo llaman “comenzar una nueva trama”, unas veces se perciben como el “personaje principal” (o main character) de su entorno y otras se sienten “secundarios”, cuando les ocurre algo malo se consuelan pensando que ese aprendizaje “ayudará a su desarrollo de personaje”, a cruzarse con alguien conocido lo denominan “una interacción” y consideran que un “evento canónico” es un hecho inesperado que supuso un giro en sus vidas.
Hace más de un siglo, Oscar Wilde afirmaba en La decadencia de la mentira que “el gran secreto es que la verdad es enteramente una cuestión de estilo” y defendía que la “mísera, previsible y poco interesante vida humana” debe “imitar al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida”. En el fondo, lo que Wilde desmonta en ese diálogo que enfrenta al arte contra la “cruda y monótona naturaleza” es la vieja distinción entre lo natural y lo artificial: que no hay nada más profundamente arraigado en la naturaleza humana que el artificio; nada más civilizado que el embuste. Quien prepara un reel en Instagram o un vídeo de TikTok lo intuye: no importa si sus palabras son sinceras o impostadas. “La novedad que introducen las redes sociales”, explica Rot, “es el modo en que ejercemos la escenificación, ya no de quienes somos, sino de quienes deseamos ser. Esa escenificación meditada tiene que ver con la conciencia estética y, por tanto, con la conciencia moral. Tiene que ver con la proyección ideal de uno mismo y con una especie de futuro-ficción. Ahora diríamos manifestar. La escenificación en redes es una puesta en acción voluntariosa y creativa de uno mismo”.
Seguidor, espectador y terapeuta
De los concursantes de Gran Hermano, como de los personajes de la prensa rosa, se ha dicho indistintamente que exponen y venden su privacidad y su intimidad. Sin embargo, solo ofrecen al telespectador porciones de la primera, es decir, de todo aquello que es tabú (como el momento de ir al baño o de tener sexo) pero que forma parte de la vida de cualquiera. Muy al contrario, lo que circula por Internet (ese “nuevo paisaje mental”, en palabras de Franco Berardi) sí que es la intimidad de millones de usuarios que, en un momento determinado y mediante un código elegido (un encuadre, una vestimenta o una canción) transmiten sus deseos, sus inclinaciones y sus frustraciones. El que graba vídeos para YouTube o, simplemente, quien prepara un selfi, se encuentra al mismo tiempo solo y frente al mundo, en una posición comparable a la del novelista que apenas conoce a sus lectores o a la del paciente ante su terapeuta.
“La virtualización de los cuerpos, las experiencias, las sensibilidades, las relaciones y la economía nos ha convertido en cíborgs”, sostiene Rot. “El primer iPhone inauguró una nueva forma de concebir el tiempo y el espacio. Nuestras identidades son relatos en un espacio de expresión creativo. Somos lo que decimos que somos y la imagen es nuestro artefacto”. Cuando la mayor parte de nuestras relaciones y de la construcción de nuestra subjetividad se ha trasladado a un territorio tan lleno de posibilidades creativas como Internet, en el que cada usuario compite por algo de atención, no es raro que cuestiones que hasta hace poco solo obsesionaban a los profesionales de la comunicación hayan comenzado a preocupar a cualquiera.
“Somos dispositivos de autovigilancia”, constata María Barrier que, en el último episodio de su podcast Bimboficadas, reclamaba junto a Samantha Hudson el derecho a ser, al menos durante algunos ratos, “una sepia tonta y aburrida”. “Yo misma me castigo cuando he dicho algo grosero o maleducado, y me siento mal cuando no soy divertida, aunque nadie me lo recrimine. Me guío por una moral que está incrustada en mí, y aunque me repita una y mil veces que no necesito ser siempre memorable y arrolladora, no puedo evitar fustigarme por no ser perfecta. Creo que nos atrae mucho la exposición, pero nos aterra errar y que nos castiguen”.
Adriana Royo, psicóloga, se enfrenta con frecuencia a los problemas que causa la combinación de esa temporalidad distorsionada con el mandato de ser productivo, y recibe en terapia a “muchos jóvenes para los que la culpa se mezcla con enfado y agresividad porque se comparan con otros que crean más contenido y están permanentemente conectados. Piensan que sin exigencia y autoexplotación, no llegarán a ningún lado”. “Una vez”, recuerda Royo”, un chico adolescente me dijo: no me voy a quitar Instagram aunque mis padres me obliguen, aunque me siente mal o aunque sea adicto. Es como me presento al mundo: si no tengo, no existo”.
Pero Internet no solo ha transformado el modo y los ritmos con los que nos proyectamos hacia los otros. Además, está consiguiendo que esas estructuras hasta hace poco propias de la ficción que aplicamos a nuestro contenido en redes sean también las que dominan nuestra voz interior: “Muchas veces pienso: ‘A mí me están grabando, esto es de película”, confiesa Barrier. “Para mí es una manera de disociar de la realidad, me gusta pensar que los malos momentos quedaron en la temporada anterior y ahora tengo una nueva trama, me ayuda a sanar. Incluso me gusta pensar que cada personaje tiene su momento, así que estoy tranquila sabiendo que ‘es la temporada de X amiga’. Me ayuda a organizar mi mente, a esquematizar lo que ocurre y ponerlo en orden”.
“Con el tiempo, la disociación no ayuda”, indica la psicóloga Royo. “Cuando el cerebro se disocia de la experiencia es porque ésta es demasiado intensa o traumática, y lo hace como mecanismo de defensa para que la persona sobreviva y pueda seguir adelante, pero una parte de esa experiencia se queda congelada dentro de nosotros y nos afecta directamente. Si permaneces al margen de una emoción puedes seguir produciendo, haciendo y demostrando, pero no es gratis: siempre surgirán compulsiones y ansiedades”. Barrier ha experimentado estos síntomas, pero cree que, en su justa medida, alejarse de una misma a veces alivia: “Me encanta sentir que estoy en un OVA [un capítulo especial de una serie o anime fuera de la trama principal] o en un capítulo de playa, porque significa que puedo descansar, son capítulos de relleno. La experiencia pesa, mi biografía es dolorosa y confusa, y ver mi vida como una serie me ayuda a encontrarme con las diferentes personas que he sido, priorizar recuerdos y entenderme desde una distancia necesaria”.
Misión: no ser infeliz
En El Guion, un manual clásico que utilizan tanto escritores para televisión como novelistas, Robert McKee expone que un protagonista siempre “persigue un objeto de deseo que se encuentra más allá de su alcance”. Según el esquema del teórico americano, una ficción bien construida debe mostrar el abismo entre las expectativas del protagonista y sus primeros fracasos, y desarrollará los conflictos que aparezcan durante la persecución de ese objeto que, si acaso, terminará por llegar tras sucesivas acciones cada vez más arriesgadas (a eso lo llama “el abismo que progresa”).
Muchos de los contenidos que subimos a las redes son la expresión de distintos malestares (precariedad e inestabilidad económica y laboral, desengaños amorosos, problemas familiares…) y, en muchas ocasiones, son directamente gritos de auxilio. Sumados, formarían la acumulación de conflictos que podría contener cualquiera de esas novelas de aprendizaje (Bildungsroman es el término que se popularizó tras el romanticismo alemán) en las que el objeto perseguido por el protagonista no es un anillo de poder o un amante inaccesible sino, simplemente, hacerse adulto y llevar una vida relativamente cómoda y estable. Quizá por eso, las cuentas de los y las influencers que están perfectamente integrados en el sistema productivo y solo ofrecen imágenes de una vida apacible y normativa resultan un pasatiempo tan inverosímil como aburrido. El profesor de guion diría de ellas que “omiten los abismos”. Así, cada poco tiempo los influencers ofrecen un drama que devuelve el interés del público a su existencia: una enfermedad, un episodio de depresión, una separación, una pérdida. A veces, el “dejo las redes” es su propio descanso entre temporadas.
¿Significa eso que la mayoría de los miles de gigas de contenido que la gente común sube cada día a las redes y que reflejan sus conflictos cotidianos apuntan en la misma dirección? ¿Que es posible encontrar un mensaje colectivo, político y casi revolucionario (“queremos una vida que merezca la pena”) más allá de esa construcción de una identidad individual? No tanto porque, como concluye Rot, “las redes acaban capitalizando escandalosamente nuestras luchas. Es un poco ingenuo pensar que podemos escapar del personalismo dada la importancia que tiene la individualidad para guiar masas; pienso en los partidos políticos, que no son sus ideas sino el rostro de quienes las encarnan, algo que sucede incluso entre quienes defienden otras formas de hacer las cosas, como los movimientos contra el cambio climático”. En cualquier caso, aunque la revolución material esté pendiente, la estética ya se ha llevado a cabo y Oscar Wilde estaría contento: nunca antes “el arte de las cosas bellas e inexactas” había tenido tanta importancia para las vidas de la gente corriente.
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