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Francamente, querido
Columna
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Larga vida a Frasier Crane

Cuando estaba embarazada, solo tuve dos antojos serios: ver partidos de la NBA y ver Frasier. Me alegró la vida

Kelsey Grammer ilumina una lente de cámara de fotos con su sonrisa (por breve que suela ser).
Kelsey Grammer ilumina una lente de cámara de fotos con su sonrisa (por breve que suela ser).
Elsa Fernández-Santos

Aunque empieza a ser cansino y estéril que absolutamente todo tenga una nueva oportunidad en el siglo XXI, en el caso de Frasier Crane lo acepto con la ilusión de una niña. Ganadora de 37 premios Emmy, Frasier es de lejos mi serie favorita de los años noventa. Siempre lo cuento: cuando estaba embarazada de mi hija solo tuve dos antojos serios. Ver los partidos de la NBA y al doctor Frasier Crane. Me alegró la vida.

El revival de Frasier, que llegará este año, supone el comeback de aquella familia compuesta por dos hermanos esnobs y muy chalados, un adorable padre expolicía que les enfrenta a sus orígenes y les da mil vueltas en sabiduría (aunque no sepa nada de vino francés o butacas de los Eames), una empleada británica muy divertida y un perro exactamente como los que me gustan: con pinta de ratonero listo, capaz de sentarse a ver la tele contigo y hacerte compañía.

En el nuevo Frasier solo repite Kelsey Grammer, que ha regresado a Boston, la ciudad que lo vio nacer en Cheers y donde estará también su hijo. John Mahoney, que interpretaba al padre, falleció en 2018 a los 77 años, y David Hyde Pierce (Niles) no se ha sumado al nuevo proyecto que dejará atrás a aquellos felices años noventa de Seattle, que en esa época era para mí la capital del mundo. El doctor Crane se alejaba de todo lo que me gustaba entonces, el grunge, los piercings, las camisas de cuadros, pero nada me provocaba más ataques de risa.

Mis amigos más listos eran de Seinfeld, la serie sobre nada que sigue teniendo una legión de admiradores para los que no ha perdido ni su gracia ni su cruda filosofía de vida. Hace poco, la columnista de The New York Times Maya Salam la definía como ese producto cultural sobre cuatro personajes terribles que presentaban “una versión irreverente de la edad adulta en la que todo el mundo se reía y nadie se tomaba muy en serio”. Es verdad que en aquellas series, y en eso se parecen Frasier y Seinfeld, los personajes eran sobre todo muy imperfectos. Precisamente por todas sus neurosis, vivían pegados al presente, en contacto con el mundo, sin miedo a sus muchos defectos.

En realidad, la gracia era esa: todos somos personas profundamente defectuosas, así que te enseñaban a reírte de ti misma. ¿Se puede ser más tonto que Frasier Crane? No se puede. Pero la suya era una tontería feliz y disfrutona, la de un cursi remilgado con ínfulas al que se acababa queriendo con locura.

Obviamente, mi personaje favorito siempre fue el único con sentido común, el padre que interpretaba de maravilla Mahoney, un expolicía jubilado instalado en la casa de su hijo mayor al que tenía amargado con su impertinente perro y con ese horroroso sillón reclinable, pero muy cómodo. Aquel mueble feo del montón era el gag perpetuo de la serie, ese miembro silencioso de la familia que en el fondo era el elefante blanco de cada capítulo, un bulto que rompía los nervios y el síndrome TOC de Frasier y la armonía de su deliciosamente decorado apartamento.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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