Incendios, alcohol y un Harrison Ford fuera de control: 50 años después, el rodaje de ‘American Graffiti’ no se olvida
Un joven George Lucas se enfrentó, hace ahora medio siglo, a una película extraña con actores desconocidos y un presupuesto ajustado que casi termina con su carrera
Antes de asomarse al lado oscuro de la Fuerza, antes de crear una de las franquicias audiovisuales más míticas de la historia para acabar vendiéndosela a Disney, George Lucas ya se había puesto el mundo por montera con una comedia nostálgica titulada American Graffiti. Hoy la recuerda como su primer intento de hacer cine “apto para seres humanos”, tras el (por otro lado, brillante) acto de narcisismo gélido que había sido su primer largometraje, TXH 1138 (1971), una de ciencia ficción distópica inspirada en Fritz Lang, el Alphaville de Godard y otras luminarias del modernismo europeo.
Estrenada en 1973, hace ahora 50 años, American Graffiti costó apenas 770.000 dólares y recaudó más de 55 millones, a los que habría que sumar otros 63 cuando fue recuperada en 1978, coincidiendo con su quinto aniversario y con el éxito abrumador de Star Wars (1977). Tal y como explica John Baxter, biógrafo de Lucas, ese primer asalto a los cielos de la opulencia cinematográfica empezó a gestarse tras el fracaso de THX 1138, que fue a Cannes, pero recibió críticas más bien tibias y pasó desapercibida en taquilla.
Lucas, que por entonces tenía 26 años y se había acostumbrado ya a que le considerasen uno de los cineastas más prometedores de su generación, encajó el revés, según Baxter, con “arrogancia autoindulgente”: la culpa era del público, que no había estado a la altura de la película. Su joven esposa, Marcia Griffin, montadora y compañera de promoción en la licenciatura de cine de la Universidad del Sur de California (USC) trató de sacarle de su error: era la película, demasiado extraña y árida, la que no había estado a la altura del público.
Francis Ford Coppola, socio comercial e íntimo amigo de Lucas, compartía el veredicto de Griffin. Preocupado por el bloqueo creativo que sufría su socio mientras se restañaba las heridas, le recomendó que hiciese a continuación una película “humana”, no otro vacuo experimento para intelectuales: “Todo el mundo piensa que eres una especie de ameba”, le dijo Coppola, “pero yo sé que si te lo propones puedes ser un tipo muy simpático y cálido. Quiero ver eso en tu cine, es lo que necesitas si quieres llegar a algo grande en ese negocio”.
Mientras Coppola rompía la pared con El padrino (1972), Lucas trabajaba en un proyecto vagamente autobiográfico, la crónica del final de su adolescencia en la ciudad de Modesto, California, en torno a 1962, en plena eclosión de la subcultura juvenil del rock and roll. Iba a ser la película “accesible y empática” que le pedían Marcia y Francis. Es más, se había propuesto demostrarles que una película así, apta para todo tipo de sensibilidades, podía hacerse “con los ojos cerrados”.
No resultó tan fácil. En plena promoción de TXH 1138, Lucas trabajó en un primer boceto y luego dejó el guion en manos de sus dos escritores de cabecera, Gloria Katz y Willard Huyck, que trabajaron en él varias semanas hasta que recibieron una oferta para dirigir su propia película (Mesías del mal, que se acabaría estrenando en 1973). Lucas recurrió entonces a los servicios de otro compañero de estudios, Richard Walter, y consiguió que Universal Pictures les ofreciese un adelanto de 10.000 dólares para completar el libreto.
Cuando volvió de Cannes, en la primavera de 1971, se encontró con que Walter había realizado progresos muy notables, pero en una dirección del todo inesperada, transformando el guion previsto en la historia de un grupo de chavales que formaban una banda de rock en la costa este a finales de los años 50. Tras un infructuoso intento de conciliar ambas ideas, Lucas despidió a Walter, no sin antes entregarle los escuálidos 10.000 dólares de que disponía, se encerró en casa y completó en tres semanas un guion ya no muy alejado del que se acabaría filmando.
Sin embargo, la ronda de contactos en que se embarcó en los últimos meses de 1971 le demostró que producir la película no iba a ser fácil. Aunque contaba con un crédito inicial, gestionado por su padre, Lucas recibió la negativa a financiar el proyecto de Paramount, Columbia Pictures, Warner Bros., 20th Century Fox y Metro Goldwyn Mayer, poco predispuestas a confiar en un cineasta joven con reputación de “autor” y una primera película decepcionante en las alforjas. American International Pictures, la productora del rey de la serie B, Roger Corman, llegó a considerar la posibilidad de ofrecer una cantidad modesta, inferior en cualquier caso al medio millón de dólares, con la condición de que Lucas introdujese en el guion una cierta dosis de sexo y violencia, propuesta que fue rechazada. Ni siquiera Coppola se mostró dispuesto a invertir en el proyecto, descorazonado por la pésima situación económica que atravesaba por entonces su propia empresa, American Zoetrope, concebida como un gran estudio embrionario que se había propuesto hacer la competencia a las grandes productoras de Hollywood, pero que por entonces perdía dinero a espuertas.
Al final, Lucas y su productor, Gary Kurtz, consiguieron llegar a un acuerdo un tanto precario, lleno de cláusulas condicionales, con Universal. El principal escollo era que Lucas había estructurado su guion en torno a 75 éxitos del rock de los primeros sesenta, incluyendo varios clásicos de Elvis, de manera que solo los derechos de reproducción de esos temas ya hubiesen costado una fortuna. En un ejercicio de realismo del que hubiese sido incapaz meses antes, Lucas hizo concesiones sustanciales. Renunció a Elvis y aceptó que las 75 canciones previstas se convirtiesen en solo 40. También aceptó rodar la película en seis semanas y por un máximo de 600.000 dólares, cantidad que amplió a 775.000 en cuanto Coppola acudió en auxilio de su camarada y se convirtió en productor ejecutivo. Baxter explica que los directivos de Universal aborrecían el guion, desconfiaban de Lucas y no tenían una excesiva fe en las comedias costumbristas y nostálgicas, pero se dejaron seducir por la posibilidad de colgar en una de sus carátulas la frase: “El nuevo proyecto del director de El Padrino”.
La película se rodó entre julio y agosto de 1973 en un lugar llamado Petaluma, población de 1.500 habitantes en el área de San Francisco y destino desde entonces del turismo cinéfilo. El rodaje acabó resultando uno de esos caos fértiles que forman parte de la leyenda del nuevo Hollywood, ese periodo excepcional en el que, según explicaba el propio George Lucas, “los estudios perdieron momentáneamente el control y los locos les arrebatamos las llaves del manicomio”.
En sentido estricto, casi podría decirse que no ocurrió nada excepcional. La película pudo completarse en el periodo previsto y dentro de presupuesto. Sin embargo, tal y como recuerda Eric D. Snider, redactor de Mental Floss, “varios de los implicados, empezando por el propio Lucas y uno de sus intérpretes principales, Richard Dreyfuss, estuvieron a punto de morir en verano de 1972″, en una serie de extraños incidentes atribuibles a “la bisoñez, la irresponsabilidad, la juventud o el estilo de vida delirante” de muchos de los implicados en esta epopeya de andar por casa.
Para empezar, la habitación de hotel en que Lucas se hospedó en sus días en Pentaluma ardió a altas horas de la madrugada pocos días antes de que finalizase el rodaje. Un actor secundario cuya identidad no ha trascendido hasta la fecha le prendió fuego. Testigos presenciales como Harrison Ford o Ron Howard dan fe de que la deflagración se produjo y que podría haber acabado en desgracia, pero nadie sabe muy bien si la causa fue una broma mal calibrada, una torpeza mayúscula o una represalia contra la forma de dirigir “pasiva pero expeditiva” (en opinión de Howard) del joven Lucas.
En cuanto a Dreyfuss, un compañero de reparto, Paul Le Mat, le provocó una aparatosa brecha en la frente al arrojarlo a una piscina. Ron Howard, que por entonces acababa de cumplir 18 años y estaba intentando dejar atrás su pasado como actor infantil en la serie The Andy Griffith Show, fue bombardeado con botellas de cerveza por Le Mat, Ford y compañía, molestos porque se negó a compartir unos tragos con ellos, y sus padres amenazaron con demandar a los productores por no defender al muchacho del acoso de sus colegas. Mackenzie Philips, que por entonces tenía 12 años, obtuvo un permiso paterno para participar en el rodaje con la condición de que Gary Kurtz ejerciese de tutor. Kurtz estuvo a punto de mandarla a casa, preocupado porque una chica tan joven estuviese inmersa en un rodaje tan caótico, con veinteañeros que rodaban sus escenas de madrugada y pasaban el resto del día bebiendo como cosacos, encaramándose al cartel luminoso del Holiday Inn en que se alojaban todos o participando en trifulcas en los bares locales. Para colmo, varios miembros del equipo técnico fueron arrestados por cultivar marihuana.
Gran parte del delirio que se vivió en esos tórridos días de agosto fue responsabilidad, en palabras de Dreyfuss y Le Mat, a un Harrison Ford que, a sus 30 años recién cumplidos, concebía la vida como un deporte de aventura. Para Ford, un día sin alcohol y sin jugarse la integridad era un día perdido. El actor pasó una noche entre rejas por verse involucrado en una pelea y sufrió varios percances derivados de su pasión por la cerveza y por hacer funambulismo por las cornisas. En casi todas las desquiciadas anécdotas que se siguen contando del rodaje, aparece su nombre.
Ford, por cierto, fue el más reticente de los actores a los que reclutó Lucas en un casting que se prolongó varios meses (“llegué a entrevistarme con una media de cien jóvenes actores diarios”, explicaba el director). Le contrató para un papel relativamente menor, el del arrogante y kamikaze conductor clandestino Bob Falfa, ampliado luego en la última versión del guion. Ford le explicó que no estaba dispuesto a cortarse el pelo por hacer un papel secundario de un par de semanas y exigió un aumento de 15 dólares argumentando que ganaba más dinero con su oficio cotidiano, el de carpintero, y que tenía que mantener a su familia. Lucas le garantizó el aumento y aceptó que rodase sus escenas con el pelo largo, pero llevando puesto un sombrero Stetson que le daba una cierta aura de carisma y peligro. Así empezó a forjarse una colaboración que convertiría a Ford, ese incorregible catalizador del caos, en uno de los actores fetiche de Lucas, el Han Solo de su saga galáctica.
Tras las 28 madrugadas de rodaje en Petaluma, a George Lucas le quedaba un último obstáculo por franquear: convertir las varias horas de material rodado en una película coherente y de duración más o menos estándar. Lo hizo auxiliado en la mesa de montaje por su mujer, Marcia, y una de las profesionales más reputadas de la industria, Verna Fields, de la que había sido alumno en la universidad.
La historia concluye con un epílogo a la altura de la leyenda de American Graffiti. En enero de 1973, un Lucas exhausto tras varias semanas de carrera contra el reloj para completar la obra que le iba a sacar del atolladero presenta la película en un cine de San Francisco, ante una audiencia de adolescentes de los institutos locales y universitarios blancos de clase media. El público reacciona con entusiasmo, pero Ned Tanen, vicepresidente de producción de Universal Pictures, se muestra horrorizado. Aquella comedia “autoindulgente y sin sustancia” sigue siendo demasiado larga, no tiene ningún gag memorable, sus intérpretes son desconocidos sin el menor lustre, la mano de Coppola no se percibe en absoluto. En resumen, le dice Tanen a Lucas, tenemos entre manos un subproducto que ni siquiera puede estrenarse. Tal vez podamos vendérselo a alguna televisión y salvar parte de la inversión. No pasa nada, aprenderemos de la experiencia. Ya haremos otra.
Lucas no reacciona. Se queda atónito. Su película “humana”, su primer intento de satisfacer las expectativas de un público masivo, cuenta con la aprobación de los jóvenes, pero los altos ejecutivos del estudio la detestan y van a sepultarla. Francis Ford Coppola, presente en esta reunión improvisada que pudo alterar el curso de la historia, le echa un nuevo capote a su cómplice: “¿Dices que no puedes venderla, Ned? Perfecto, ¡yo te la compro! Aquí y ahora. Dime un precio y te firmo un cheque”. Tanen frena en seco. Tal vez no hace falta ser tan drástico. Puede que la película, con una campaña de promoción adecuada y centrándose en el público juvenil, tenga un cierto potencial. Habrá que eliminar, eso sí, cuatro o cinco escenas redundantes que estropean su ritmo. Y hacer que la palabra “Coppola” resulte muy visible en el cartel.
Se llega a un acuerdo. En realidad, es Coppola quien se compromete, en nombre de su amigo, aún bloqueado por la tensión, a hacer los cambios que resulten necesarios. Universal acabará comprendiendo que tiene un purasangre en su cuadra e invertirá en él más de medio millón de dólares en una campaña de promoción inusualmente intensa e imaginativa. La película triunfa. Años después, Francis Ford Coppola recordaba el órdago lanzado a Ned Tanen para salvar del naufragio el proyecto de un buen amigo: “¡Ojalá me la hubiese vendido! Es más, ojalá me hubiese decidido a producirla yo de entrada”. La “ameba” resultó, después de todo, perfectamente capaz de hacer películas para seres humanos.
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