Un hombre y sus dos gatos
Antes de morir, mi madre me explicó que un gato daba “mejor resultado que una pareja. Todo ventajas”
Cuando, en junio de 2016, saqué el teléfono para llamar a mi madre y decirle que había decidido adoptar una gata, recibí como respuesta una peculiar pregunta: “Entonces, ¿no te vas a casar nunca?”. Aquella asociación de ideas me llamó la atención por la rapidez con la que llegó a su mente, pero tampoco me extrañó demasiado. Al fin y al cabo, el de las personas solteras con (al menos) un gato y sus escasas (o nulas) ganas de emparejarse es un cliché bastante extendido. En mi pandilla teníamos una broma recurrente sobre la posibilidad de morir solos, rodeados de gatos y con cartones de leche tirados por el suelo. Digo que era una broma que teníamos porque, a medida que hemos ido avanzando en la vida y adoptando felinos, las posibilidades de que realmente suceda se van incrementando de manera notoria y parece que la bromita va haciendo menos gracia.
Sucedió que, al poco tiempo de llegar a casa Mía –así se llama la gata– publiqué en EL PAÍS una crónica sobre la experiencia de incorporar un animal a tu vida. El texto tuvo un éxito moderado –en ningún caso por mérito del autor; cualquier contenido digital que incluya gatos captará la atención de la audiencia– y desembocó, con el paso de los años, en dos libros y en una cuenta de Instagram con varios miles de seguidores. Aquel primer texto sobre la convivencia con un felino dejó varios comentarios de lectores. Casi todos amables. Alguno un poco revirado –“la gata lo hubiera escrito mejor”–. Pero hubo uno, en concreto, que captó mi atención. Un lector compartía un artículo de Tim Kreider titulado Un hombre y su gata, publicado en The New York Times en 2014. Kreider había convivido durante 19 años con una y le dedicaba un cariñoso homenaje.
El artículo me intrigó tanto que no lo leí con calma hasta seis años después. Me explico: era un texto de despedida y un servidor, en aquel momento, estaba más para leer cosas que celebraban la vida que para lamentos. Pero, por alguna razón, lo guardé en la retina. Cuando volví a él, entendí lo que quiso decir aquel día mi madre. En su artículo, Kreider mantenía que las personas tenemos una cantidad de afecto que necesitamos expresar y que, en ausencia de “un objeto más apropiado (un niño o un amante, un padre o un amigo)”, ese afecto se puede redirigir hacia una cacatúa o una planta de aloe. Apoyaba su teoría en una conclusión que escribía el zoólogo Konrad Lorenz en su libro Sobre la agresión, según la cual, “en ausencia del estímulo desencadenante apropiado para un instinto, el umbral del estímulo para ese instinto se reduce gradualmente; por ejemplo, una paloma macho privada de palomas hembra intentará iniciar el apareamiento con una paloma disecada”.
Mi madre falleció en marzo de 2021. Lo hizo tras más de diez años de enfermedad. En los últimos días, tuvimos varias conversaciones en las que, además de confesarme que de mayor quería ser gato —“duermen 16 horas al día, no tienen que hacer la cama, ni cocinar, ni ir al colegio, ni rendir cuentas a nadie”— me explicó que, en el fondo, para ella un gato daba “mucho mejor resultado que una pareja. Son todo ventajas”. No llegó a conocer físicamente a Atún, mi segundo gato, pero preguntaba por ellos cada día. “Cuando estás en Madrid y estás solo, me quedo más tranquila porque sé que estás con los gatos y sé que te hacen mucha compañía y que estás feliz”.
Entender aquella frase de mi madre me llevó seis años y unas cuantas sesiones de un (buen) psiquiatra. Comprender la evolución de su pensamiento felino solo se puede enmarcar dentro del amor de madre. Eso sí, tanto ella como Kreider tenían razón: un hombre que está en su habitación con sus gatos podrá ser muchas cosas, pero nunca estará solo.
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