En mi casa no entra un gato. Y punto
El gatuno primerizo sale del armario (y escribe un libro). Publicamos el primer capítulo
-En mi casa no entra un gato. Y punto.
En mi casa no entra un gato. Y punto.
Terraza del restaurante La Marina. Ribadesella. Asturias.
Agosto de 2015.
Mía, una gata común europea blanca y marrón claro entra por la puerta de mi casa. Plaza del Cascorro. Madrid.
Junio de 2016.
¿Qué sucedió en esos meses? ¿Cómo pasé de un “no” tajante a adoptar un animal? En primer lugar, he de confesar que nunca he sido un gran animalista. Cuando era pequeño, por mi casa circularon peces de color naranja, tortugas (alguna de ellas, por lo visto, sigue viva en un jardín asturiano. No me quiero imaginar el tamaño) y periquitos cuyo nombre siempre era Pichi, y a los que, con la llegada del buen tiempo, tapábamos con una manta para que no comenzaran a cantar cada día a las siete de la mañana. También recuerdo haber tenido una cría de pastor alemán durante tres días en los que ejercimos de enlace entre la familia que la cedía y la que la adoptaba. Como no teníamos correa, la sacábamos a la calle atada con un cinturón de mi padre.
Cuando era niño, mi padre accedió a comprarme un pato en el mercado de El Fontán, en Oviedo. No me pregunten ni por qué lo pedí ni por qué dijo que sí, ya que no existe explicación lógica. El caso es que Alfred J. Kwak (así lo llamé) se vino a vivir con nosotros. Su espacio estaba en la cocina, en una gran caja de cartón. Allí le dejábamos leche (¿los patos beben leche?) y comida. Le poníamos un manto de papel de plata para que hiciera sus necesidades y cada cierto tiempo lo sacábamos a dar una vuelta por la casa. Un pequeño pato amarillo en un piso, qué gran idea. El caso es que dos semanas después nos fuimos al pueblo de mis abuelos maternos. Fuentes de Ropel, en Castilla y León, cuya principal característica es que es casi equidistante de Zamora, León y Valladolid, que parece algo fácil, pero no lo es. Y el pato se vino con nosotros, claro. Viajó en el maletero −"Así no se marea", razonó mi madre− y, cuando llegamos, lo subí directo a mi habitación. Por la noche me convencieron para dejarlo fuera, en el patio. Fue la última vez que lo vi. A la mañana siguiente, Alfred J. Kwak había desaparecido. Mis padres me dijeron que un gato se lo había comido. Fue el camino más corto que encontraron para no decirme que un pato tenía más bien poco sentido en nuestra casa y que habían decidido dejarlo en una granja del pueblo.
Justo en ese punto se quedó mi relación con los animales. Hasta que a mi amiga Bárbara le dio por adoptar una pequeña gata siamesa de nombre Micu. Era un ser raquítico, despeluchado y tímido que se pasó los primeros días en su nuevo hogar escondido en un agujero que había detrás de la cisterna del inodoro. Bárbara tampoco era muy amante de los gatos que se dijera, pero nos iba relatando cada día los avances del minino. Nosotros nos reíamos y la llamábamos la Loca de los Gatos. Y a mí, lo reconozco, Micu me daba miedo. Cuando se acercaba, me ponía tenso; y cuando quería jugar, le ofrecía el puño cerrado, para que no me arañara.
Bárbara, como cualquier dueño de gatos que se precie, comenzó con su labor de evangelización: que si no sabéis la compañía que hace, que si no sabéis la alegría que dan, que si son superágiles y nunca tiran nada (mentira). Y claro, con un par de culines de sidra, los ladrillos de mi muralla antigatos se fueron deteriorando de una forma casi imperceptible. Del "en mi casa no entra un gato. Y punto" pasé a curiosear sobre las bondades del animal. Y ya se sabe que de hacer preguntas a empezar a ver fotos de gatos en las redes sociales solo media un paso. Y hay que reconocer que estos animalitos son muy fotogénicos y simpáticos, y que no hay que sacarlos a pasear tres veces al día, y que se pueden quedar solos en casa un fin de semana, y que son muy limpios… Pero no, he dicho que en mi casa no entra un gato. Y punto.
Porque, en ese momento, todavía me quedaban fuerzas para la resistencia. Al final del debate, una especie de lucidez desconocida hacía acto de presencia y me hacía decir: "Que no, de verdad, que no estoy preparado para tener un gato. Ni lo quiero ni lo voy a cuidar bien ni va a ser feliz conmigo". Y así, hasta la próxima cena. No obstante, el veneno ya estaba ahí. Inoculado. Para no extenderme, les diré que las redes de dueños de gatos son inexorables, y que una vez que huelen la sangre de una nueva víctima, no la sueltan hasta que acepta. Comenzó entonces la fase del bombardeo de fotos y vídeos de candidatos. Yo, por alguna razón, prefería una hembra. (Nótese que, como si fuera lo más normal del mundo, ya había pasado de negarme firmemente a anticipar el sexo de mi gato). Había leído (es decir, que estaba leyendo sobre gatos) que las hembras se portan mejor y tienen un carácter más llevadero. También que son más cariñosas. Aunque daba por hecho que era una auténtica lotería. Incluso había visto que los gatos nacidos de ejemplares de tres colores son malvados, pero desconozco la base científica para esta afirmación.
La primera candidata me llegó por vídeo. Lo remitían Isaac y Luis, una pareja de amigos míos que tiene dos gatos, Tina y García. La señora que los cuida cuando se van de vacaciones (a las mascotas, no a ellos, se entiende) recogía gatos y los recolocaba en casas de adopción. La gata era de color azul grisáceo. Reproduzco las palabras que aparecen en el vídeo: "A ver, microscopicie, que te quiere ver tu padre. Mira qué cosa tan pequeña y tan espabilada". En ese momento, la gata maúlla y vuelve el diálogo: "Tú lo que quieres es que te cojan, ¿eh? A mí no me dan miedo ni los perros ni nada". El vídeo termina con la gata girándose hacia dos perros bastante grandes sobre los que se abalanza y a los que hace retroceder. Instantáneamente sentí empatía con aquellos pobres perros y esperé a ver si el tiempo recolocaba a la gata, que resultó ser un gato, en alguna otra casa. Sucedió al día siguiente.
Basta que te quiten algo que no querías para que lo quieras. Y así sucedió. Aunque no quería a aquel gato, de repente sentí la necesidad de tener un gato. Una gata, en concreto. Y llamé a mi amiga Paloma, otra de mis referencias gatunas, e inmediatamente me envió fotos de una camada de gatos recién nacidos en Galicia. Eran blancos, con varias manchas negras repartidas por el cuerpo. Paloma me informó de que pensaba viajar a Galicia dentro de dos semanas y que me podía traer una. Le dije que sí. Hala, ya tenía una gata.
Pero no fue aquella. El fin de semana previo a la llegada de la gata gallega, una serie de sucesos terminó con Mía en casa. Mía había nacido un par de meses antes a escasos kilómetros de Madrid. Bárbara se la había ofrecido a su amiga María, que ya tenía otra gata, y esta (María) había aceptado. Cuando Bárbara me mandó una foto de Mía en su bolso, caminando por la Gran Vía, me enternecí al ver esos ojitos, y como en realidad no divisaba el peligro de que acabara en mi casa, lo verbalicé delante de mis amistades: "No me importaría quedarme con ella", dije. Ya de noche, mientras estábamos cenando, María informó a Bárbara de que su mascota no podía soportar la presencia de otra gata y que por favor pasara a recogerla lo antes posible. Ya no había vuelta atrás. Era el momento. Alguien dentro de mí cogió el timón y dijo: "Oye, pues ahora mismo voy a por ella". Había empatizado con aquella gata y no me la quería imaginar pasando la noche en una casa en la que no era bien recibida con una congénere dispuesta a trepanarla. Alguien con cierta sensatez respondió: "Pero ¿adónde vas, Pedrín? Si no tienes ni comida ni arenero ni nada… Mejor espera a mañana y ya te la llevas con calma". Y así, el 19 de junio de 2016, Mía llegaba a mi casa. Ambos comenzábamos una nueva vida.
En mi casa no entra un gato es un libro publicado por la editorial Duomo.
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