Desmontando a Ken: lo que la anatomía del novio de Barbie dice sobre el cuerpo masculino
Es esbelto y ligeramente atlético. Deportista, pero menos que sus versiones posteriores. En la urbanización de clase media-alta en que sus autores ubicaban a este joven, se podía estar en forma, pero no demasiado


Por mi escritorio –mejor no pregunte– anda rodando desde hace semanas un inquietante hombrecillo. Tiene pinta de rondar los veintipocos, está bronceado y el cabello, peinado con raya a un lado, le hace un caracolillo en la frente. Viste bermudas blancas y una camisa de manga corta a rayas con lo que parece un cuello bowling. No lleva reloj. Llegó descalzo. La ficha que le acompaña dice que se llama Alan, e Internet añade que vio la luz a principios de los años sesenta para hacerle compañía a Ken, el novio de la muñeca más famosa de todos los tiempos. Para que nadie pensara cosas raras le emparejaron con Midge, la amiga recatada de Barbie. Y al poco tiempo la pandilla creció con una pareja más: Brad y Christie, afroamericanos. Todo podía ser muy moderno, pero nada de matrimonios mixtos en la juguetería de los setenta.
Los muñecos nunca son tan inocentes como parecen. A veces se desmadran (Anabelle, Chucky y compañía) y otras simplemente proyectan fantasmas perturbadores. Hay un capítulo impresionante en Máquinas de amar (Valdemar) en el que Pilar Pedraza analiza muñecas (y autómatas y robots) desde el feminismo. Y, sin llegar a tanto, porque no es comparable en absoluto, sí es interesante pensar sobre lo que nos dice sobre su época (y sobre nosotros) el cuerpo de Alan. Que, por cierto, también es el cuerpo de Ken. Sus fabricantes utilizaron el mismo molde para que pudieran compartir vestuario, que era una de las mayores fuentes de ingresos de la franquicia, así que la única diferencia era la cabeza. El Alan y el Ken de los sesenta, por ejemplo, son esbeltos y ligeramente atléticos. Deportistas, pero menos que sus versiones posteriores. En la urbanización de clase media-alta en que sus autores ubicaban a estos jóvenes, se podía estar en forma, pero no demasiado. Los músculos ya entonces eran para los cuerpos de seguridad de G.I. Joe y Action Man, que con la década fueron ganando envergadura hasta alcanzar, en los ochenta y los noventa, niveles dignos de un culturista aficionado o del héroe de una película de acción. Sin embargo, nunca hubo nada demasiado físico ni, por supuesto, sexual en los amigos de Barbie, que estaban destinados a las niñas y que, al lado de sus hormonados competidores, son casi enclenques. También esto es engañoso: según una psicóloga de la Universidad de Yale, para conseguir las proporciones de Ken un humano real tendría que crecer medio metro, ganar 20 centímetros de perímetro de cuello, 27 de pecho y 25 de cintura. Aspirar a la perfección de los muñecos es arriesgado, como demuestran esos hombres que de vez en cuando salen en la tele gracias a sus proezas quirúrgicas para parecerse a Ken. A ellos habría que contarles que el único Ken de verdad lo vivió como una maldición. La inventora del muñeco le puso el nombre de su hijo, que nunca superó el acoso de los otros niños al recordarle que, bajo la ropa, la hombría de su tocayo no estaba del todo completa. Ahí el platonismo de la industria juguetera patinó un poco.
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