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Arquitectura
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ciclones, minas y un asesinato: la historia maldita del hotel flotante que recorrió el Pacífico y acabó en Corea del Norte

El primer ‘flotel’ de la historia, una mole de siete plantas con pistas de tenis, se inauguró en 1988 en medio del mar. Conoció el éxito. Hasta que todo se torció...

Pedro Torrijos

En 1959, un grupo de arquitectos japoneses firmó un documento titulado Manifiesto Metabolista, que era, con perdón, una ida de olla de proporciones planetarias: ciudades voladoras, megaestructuras que crecían como organismos vivos, cápsulas engarzadas en torres descomunales. Arquitectura como ciencia ficción pero en serio, y además formidable desde una perspectiva exclusivamente estética. Por allí pasaron grandes nombres: Arata Isozaki, Kisho Kurokawa y, sobre todo, el jefe absoluto del cotarro, el patriarca moderno de la arquitectura japonesa: Kenzo Tange. El mismo que, en 1960, firmó uno de los planes urbanísticos más ambiciosos (y desquiciados) de todos los tiempos: el plan para la bahía de Tokio.

A ver. El plan de Tange era otra de esas fantasías colosales con estructuras gigantescas de hormigón flotando sobre el Mar del Japón como si fuesen mantarrayas tecnológicas, o ciudades-nave diseñadas para una civilización más decidida que la nuestra. Porque claro que sí, Kenzo, hay que tenerlos bien puestos para plantear algo así y defenderlo con cara seria. Sin embargo, el plan no se llevó a cabo por dos motivos bastante razonables:

  1. Era un manifiesto con forma de proyecto: una forma espectacular de decir “eh, el Metabolismo va en serio”.
  2. Y, bueno… porque ¿cómo narices vamos a construir eso, Kenzo? Que está muy bien soñar, pero hay límites, hombre.

Pero he aquí que damos el salto: Australia, años ochenta. Conozcan a Doug Tarca, inmigrante italiano afincado en Townsville, una ciudad costera del noreste, conocida más por el trabajo en el puerto y la cerveza fría que por el turismo refinado. Doug era buceador profesional, empresario del submarinismo y, aparentemente, un entusiasta del “más es más”. Porque un día, quizá viendo planos de Tange o simplemente recordando lo bien que flotan las cosas si les pones aire debajo, dijo: “Vamos a construir un hotel en medio del mar. Porque sí”.

Y lo hizo. Bueno, lo intentó. Con ayuda de una empresa sueca experta en plataformas petrolíferas, levantó lo que llamó el Four Seasons Barrier Reef Floating Resort (ojo al naming). No era un barco ni un crucero. Era un edificio. Una mole con siete plantas, 200 habitaciones, helipuerto, pista de tenis y una veintena de salas panorámicas bajo el nivel del mar para ver de cerca la Gran Barrera de Coral. Anclado a kilómetros de la costa gracias al desempeño de seis anclas gigantes. Lo llamaban flotel. Y sí, era tan extravagante como suena.

Se inauguró en 1988. Fue portada en revistas, salió en la tele, todo el país hablaba del flotel de Townsville. Turistas venían de todos los rincones. Y aún así, al año siguiente, cerró.

¿Qué pasó? Pues varias cosas. Para empezar, al anclar la estructura, arrasaron con una porción considerable del coral que supuestamente los turistas venían a admirar. Mala idea. Y luego, el edificio fue sacudido por un ciclón que se llevó por delante el helipuerto y dejó las salas submarinas hechas un cromo. Resultado: pérdidas económicas. Doug, con más ilusión que liquidez, vendió el hotel a una empresa japonesa.

Los nuevos dueños valoraron mantenerlo allí, en Australia, hasta que apareció un pequeño detalle. Bajo el edificio —junto a las anclas— había más de cien mil piezas de artillería y minas antitanque de la Segunda Guerra Mundial. Sí. Justo debajo. Maravilloso.

Así que los japoneses optaron por mover el flotel. Literalmente. Lo subieron a un supercarguero y se lo llevaron de paseo por el Pacífico: 12.000 toneladas de hormigón en singladura como el velero bergantín de Espronceda. En 1990, el hotel fondeó en el puerto de Ho Chi Minh, fue rebautizado como Saigon Floating Hotel, y volvió a abrir. Le quitaron la pista de tenis, le pusieron una piscina y una playa artificial, y durante una década fue un éxito total.

Pero a finales de los noventa, nueva crisis, nueva venta. Esta vez, la única interesada fue Hyundai (sí, la de los coches), pero para colocar el cacharro nada menos que en Corea del Norte. Al parecer, uno de los brazos de la megacorporación surcoreana tiene importantes intereses en varias zonas limítrofes norcoreanas, así que, en 1999, el flotel recaló en las costas semiturísticas del Monte Kumgang, cerca de la Zona Desmilitarizada, lo volvieron a rebautizar (esta vez como Hotel Haegumgang) y, por extraño que parezca, allí vivió su momento más emotivo.

Durante un breve periodo de distensión entre las dos Coreas, el flotel sirvió como punto de encuentro entre familias separadas desde hacía medio siglo. El hotel aceptaba solo dólares americanos y wons surcoreanos, lo cual generaba cierta intriga económica, pero nadie preguntaba demasiado: las habitaciones eran lujosas, el mar estaba cerca, y las reuniones familiares eran sinceramente conmovedoras.

Pero, como en toda buena historia maldita, la cosa se torció. En 2008, un soldado norcoreano mató por error a una turista del sur. La tensión volvió a dispararse, las visitas se suspendieron y el flotel quedó atrapado en un limbo diplomático del que, hasta donde sabemos, no ha salido del todo.

Hasta que, en 2023, las autoridades norcoreanas decidieron que ya estaba bien y lo demolieron. Fin del viaje. Fin de una estructura que había flotado más de 14.000 kilómetros en veinte años, atravesado tres países, dos mares, una guerra fría reciclada y un par de sueños demasiado grandes. El de Doug Tarca, por ejemplo. Que no salió del todo bien. Pero al menos funcionó un rato, que ya es más de lo que pueden decir muchos sueños.

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Sobre la firma

Pedro Torrijos
Pedro Torrijos es escritor, arquitecto y crítico cultural. Es director del podcast del Museo ICO y colaborador habitual en medios. Sus últimos libros son 'Territorios improbables', 'Atlas de lugares extraordinarios' y 'La tormenta de cristal'.
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